Usted está aquí: sábado 10 de mayo de 2008 Sociedad y Justicia Josef Fritzl: un dios delirante

Josef Fritzl: un dios delirante

La amnesia social austriaca es una enfermedad que nos convierte en zombis: la Nobel Elfriede Jenilek

José María Pérez Gay /I

Ampliar la imagen Vivienda en Amstetten, Austria, en la que Josef Fritzl construyó un búnker en el que mantuvo prisionera durante 24 años a su propia hija, Elizabeth, a la que violó en repetidas ocasiones Vivienda en Amstetten, Austria, en la que Josef Fritzl construyó un búnker en el que mantuvo prisionera durante 24 años a su propia hija, Elizabeth, a la que violó en repetidas ocasiones Foto: Reuters

En su novela Los hijos de los muertos (1995), la escritora austriaca Elfriede Jelinek –premio Nobel de Literatura 2004– describió la vida diaria en un albergue de los Alpes austriacos, donde habitan dos mujeres y un hombre. Los hijos de los muertos es una parodia de H. P. Lovecraft y de las novelas góticas de terror. Sus tres personajes se presentan, al parecer, como seres con vida, aunque en realidad son muertos vivientes, una especie de zombis de los Alpes dedicados a profanar tumbas, secuestrar a los huéspedes del albergue y celebrar orgías infernales en sus sótanos. En realidad se trataba de vampiros que exigían de los vivos volver a la vida. “Una aterradora alegoría barroca de la muerte, una advertencia”, escribía Elfriede Jelinek, “porque la amnesia social austriaca es una enfermedad que nos convierte en zombis”.

La misma amnesia social ha regresado las últimas semanas en la forma de 24 años de terror en Amstetten, pequeña ciudad austriaca a 130 kilómetros de Viena. La soleada mañana del viernes 18 de abril, Josef Fritzl, técnico electricista de 73 años de edad, retirado, llegó a la clínica Mostviertel de Amstetten con una joven de 20 años en estado de coma profundo. Fritzl declaró que había encontrado a su joven nieta inconsciente en la puerta de su casa, llevaba en la bolsa del abrigo una carta del puño y letra de su hija Elizabeth Fritzl, la madre, quien desapareció 24 años antes –un atardecer del otoño de 1984–, pues se había convertido en miembro de una secta religiosa trashumante. En la carta Elizabeth pedía a sus padres que atendieran a Kerstin, su hija mayor, porque padecía desde muy pequeña una insuficiencia cardiaca y sufría también de ataques de epilepsia. Josef Fritzl reveló además que, en el transcurso de los últimos 15 años, Elizabeth, su hija, les había dejado a tres nietos más –Lisa, Monika y Alexander–, que él y su esposa, Rosemarie, habían adoptado de acuerdo con todos los requisitos legales del gobierno de Austria.

Los médicos de la clínica de Mostviertel no acertaban con el diagnóstico de Kerstin Fritzl; exigieron la presencia de la madre, ya que se trataba con toda seguridad de un trastorno genético; la policía regresó a la casa de la calle Ybbstrasse 40, el domicilio del abuelo Josef Fritzl; se reinició la búsqueda de Elizabeth, la madre; rastrearon varias sectas religiosas de Austria, la televisión empezó a transmitir las fotografías de Kerstin, presentaba las imágenes de Josef Fritzl como las de “un padre desesperado” y se hicieron llamados públicos de urgencia a la madre. El sábado 26 de abril reapareció Elizabeth después de 24 años de ausencia con dos hijos más: Stefan, de 18, y el pequeño Felix, de seis años. Una mujer de 42 años que aparentaba 70, el cabello gris, ceniciento, levemente encorvada, lenta de palabras y movimientos. Cara afilada, pálida, rasgos marcados y un aire de venir del otro lado de la realidad.

Al atardecer del mismo día, la policía recibió una llamada anónima. Alguien alarmó a los detectives ante la presencia de dos personas en la sala de terapia intensiva, donde se encontraba internada Kerstin. Cuando los detectives llegaron a la clínica de Mostviertel se encontraron con Josef Fritzl y su hija Elizabeth. Los aprehendieron y sometieron a largos interrogatorios por separado. Elizabeth decidió entonces revelar la verdad si le aseguraban que no volvería a encontrarse con su padre y si le ofrecían a sus hijos la protección necesaria. La revelación de Elizabeth estremeció a los detectives y agentes de la policía –no creían lo que estaban escuchando– y abrió uno de los capítulos más aterradores de la infamia del ser humano en la Unión Europea en los últimos años.

Josef Fritzl violó a su hija Elizabeth por primera vez en 1977, cuando ella tenía 11 años de edad. El 28 de enero de 1983, Elizabeth huyó de su casa, se trasladó con una amiga a Viena; sin embargo, la policía encontró a la adolescente unas semanas después y la regresó con su famiia. Incapaz de denunciar las violaciones sexuales que había sufrido, se sometió a los dictados de su padre. Josef Fritzl secuestró a su hija y la llevó al sótano de su casa, en la calle Ybbstrasse 40.

Durante esa época Fritzl violó a su hija incontables veces. Por ese entonces, el técnico electricista solicitó a la alcaldía de Amstetten un permiso para ampliar el sótano de su casa; 10 años más tarde, en 1993, solicitó otra ampliación, que le fue autorizada de inmediato. En realidad construyó un búnker de 1.70 metros de altura y 60 de extensión. Una verdadera ergástula a cuatro metros de profundidad, cuyo acceso era materialmente imposible, porque sólo Josef Fritzl conocía sus entradas. Una puerta de metal de 300 kilos, otra de cemento armado y, al final, detrás de un librero, otra puerta que sólo se abría con una clave electrónica. La casa de arriba –que compartía con su esposa, Rosemarie– era grande, con una sala, un comedor, cuatro dormitorios, dos cuartos arreglados como estudios, una terraza y un jardín con una alberca techada. Josef Fritzl había descubierto que no hay mejor escondite que la vida cotidiana, de modo que llevaba una existencia normal, consagrada a sus nietos y sin sobresaltos domésticos. Ninguno de los vecinos podía imaginárselo, precisamente porque Fritzl nunca se escondió.

Recluida en la mazmorra, Elizabeth dio a luz a siete hijos de su padre: en 1988 nació Kerstin; en 1990, Stefan; en 1993, Lisa; en 1994, Monika; en 1997, unos gemelos. Uno de ellos no sobrevivió y Fritzl inci neró su cadáver en la caldera del sótano. Por último, en 2002 nació Felix. Josef Fritzl, un dios delirante, decidió que Lisa, Monika y Alexander saldrían de la cripta incestuosa y serían adoptados por él y su mujer. Desde distintos lugares de Austria, Rosemarie recibía las cartas de su hija Elizabeth, que Fritzl le ordenaba escribir en el sótano; él mismo viajaba después a varias ciudades y depositaba las misivas en el correo.

Nadie puede imaginarse la vida diaria en ese sótano: tres dormitorios, las luces de neón permanentes, un viejo televisor, el baño y los víveres que el padre traía cada semana, los pañales que había comprado a lo largo de 20 años. “Fritzl bajaba cada mañana al sótano a las nueve de la mañana, nos decía que estaba trabajando en planos que vendía a una empresa”, declaró Christine, su cuñada. En el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM–IV), publicado por la Asociación Siquiátrica Estadunidense (1994), una suerte de canon siquiátrico, no encontramos ninguna enfermedad que describa un trastorno parecido al de Josef Fritzl. En cambio a 70 kilómetros de Amstetten se encuentra Mauthausen, el único campo de exterminio nazi que conserva túneles subterráneos donde encerraban a los reclusos.

 
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