Los nuevos Santa Anna vs. los mexicanos verdaderos
Que de uno u otro modo la soberanía de México domine en los noticieros, las primeras planas y sobre todo en la conciencia colectiva es mala señal, pero también es buena. La mala noticia es que la soberanía se encuentra en serio peligro, que el país cayó en manos del cojo Antonio López de Santa Anna, el inolvidable “Quinceuñas” en su reencarnación panista (con muchos genes del pri). Su fórmula es simple, y si suena caricaturesca, lo es: la riqueza de nuestro territorio que no se explote hasta exprimirla, se traspasa a quien la pague en mejor divisa.
La buena noticia es que todavía existe el pueblo mexicano. Invisibilizado, ridiculizado, criminalizado, satanizado por las Aduanas de la Verdad en la propaganda oficial y la información electrónica masiva, conserva el hábito incurable de vivir aquí, en su tierra. De quererla, cuidarla, continuarla.
Y vaya que el poder hace esfuerzos para que los mexicanos se marchen. El mensaje oficial, explícito a partir del foxismo pero activo desde la firma del Tratado de Libre Comercio, es: emigren, vuélvanse tenderos (meseros, recamareros, maquileros), no siembren ya maíz (como propuso el presidente Felipe Calderón en Zinacantán a principios de mes), nosotros se los traemos (no dijo de dónde). El sistema los expulsa, a Estados Unidos de preferencia, y les aplaude cuando se van.
Será que México es un mosaico y hay gente para todo, el hecho es que millones de mexicanos, la vasta mayoría, prefiere cantar la Canción Mixteca en vez de vivirla. Y acá siguen.
Para los modernos Santa Anna, los mexicanos son el único verdadero problema. No lo son las leyes ni el recurso de la violencia institucional, que puede adquirir la forma de un ejército de ocupación en casi todo el territorio nacional, una inundación de policías a domicilio, una horda de motoconformadoras y perforadoras, o todo junto. Tampoco son problema los amarres internacionales, claramente definidos en la edad post-diplomática del Estado mexicano.
Nuestros Santa Anna superan al modelo decimonónico, ya ni siquiera hacen como que pelean para negociar con Bush o espejearse con el paramilitar Uribe. Se refocilan en el verde olivo y el brillo de las armas para “meter goles” a sus oponentes. No suelen admitirlo, pero a ellos les meten más aún. Combaten dos cosas harto distintas: por un lado al crimen organizado, y por el otro al pueblo en todas sus manifestaciones de inconformidad vital.
El crimen organizado es gemelo del poder político, que lo “combate” jugando ping pong. Entre sí se entienden en el lenguaje universal de la corrupción y el negocio sin escrúpulos. En el actual desorden nacional, los gobernadores andan sueltos. Cuántos de ellos han sido descubiertos como rateros, pederastas, represores, asesinos, manipuladores de la justicia, y como sea representan a las instituciones en Oaxaca, Puebla, Jalisco, Guerrero, Estado de México. La educación, otro ejemplo, depende de una Condesa Drácula con presencia en tres o cuatro partidos políticos de esos que hay, dueña de un sindicato inmenso y una influencia desorbitada.
El pueblo, en cambio, ¿qué hacer con él? Rejego, querendón, solidario, y con un “ya basta” que le rebota en el pecho desde hace años. A los Santa Anna les gustan los eufemismos, y para sus verdaderas guerras usa otros nombres. Ocurre en Chiapas.
Y también, escandalosamente, en Guerrero, donde la militarización de estos días, con el pretexto de combatir el narcotráfico no ha disuelto ni un solo grupo criminal ni afectado realmente sus intereses, pero bien que intenta desaparecer las estructuras auténticas, como la Policía Comunitaria (CRAC) de la Montaña, a cuyos comandantes y consejeros quiere encarcelar. Persigue a los pueblos mepha’, nahua, mixteco, amuzgo. Sus dirigentes son asesinados. Las comunidades constantemente ocupadas y cateadas por tropas y policías.
El pueblo mexicano, tan ancho y variado, ejemplar en cualquier parte cuando de defender lo nuestro se trata, tiene entre sus privilegios el contar con los pueblos indígenas, los últimos y más pequeños, los que más padecen y menos se rinden en ambos lados de la frontera. Son guardianes de la tierra, las aguas, las semillas, las culturas auténticas y la dignidad.