Viejo mar
Ampliar la imagen El mar es como una estampida de caballos: las olas, muchas y constantes, cabalgan, siempre cabalgan. En la imagen, la escultura El peine de los vientos, de Eduardo Chillida, en San Sebastián, España Foto: Archivo La Jornada
El portero del mar abre la reja, aunque es de noche. Su rostro es afable. El viento no, sopla con furia, su ruido baja de tierra adentro y le voltea al mar la brisa. Hay tanta luna que parece que va amanecer.
–Sólo vengo a verlo– explico del mar, como quien habla de un viejito en un asilo. A ver cómo sigue, como quien dijera.
El hombre comprende. Tiene un brillo inteligente en los ojos. Me guía por un sendero de piedra y arena. Rodeamos una alberca azul donde flotan ramas que arrastró el viento. En alguna parte hay un foco encendido. Evitando las palmeras que nos salen al paso reflexiona, filosófico:
–Los cocos caen.
Cómo no, con vientos de 70 kilómetros por hora. O más. Al pie de los troncos se acumula una evidencia de cocos rodados, verdes y recientes.
Llegamos a una suerte de umbral entre dos hipocampos de cemento pintados de azul. De sus bocas asoman sendas regaderas para cuando los paseantes que se bañaron en el mar se enjuagan la arena y la sal. Entre los grandes hipocampos continúa el sendero hacia una breve espesura. Y entonces la playa, abrumadoramente solitaria.
El viento me golpea la nuca, arremolina la arena y arroja pequeñas espadas que dan en mi cara. Me aproximo al viejito, que para su edad está sorprendentemente activo. Doblo las rodillas para hundir mi mano en la punta mansita de la marea, a manera de saludo. Las olas están verdes de coraje, su espuma parece rabia. Una tras otra quieren llegar todas a la vez. Una amiga que es de por acá siempre asoció el mar con una estampida de caballos. Las olas, muchas y constantes, cabalgan, siempre cabalgan.
El golfo se extiende en el clamor nocturno. El litoral en movimiento es la frontera que no se está quieta, la que no comienza ni termina. Sólo se agita, como agua en una botella redonda. Este crespo mar desgreñado y en aparente desorden saca de quicio las serenas palabras de Paul Valéry sobre su eterno recomienzo en El cementerio marino.
Un tronco desnudo, semienterrado, me sirve para sentarme a escuchar el discurso del mar. La arena peina en las dunas multitud de líneas ondulantes y paralelas, huellas dactilares del frente frío que anunciaron los noticiarios.
Atropellado y en su lengua, que no es la nuestra, el mar se da a entender. Ahora no trae en sus lomos la brisa ni los huracanes. Es la tierra que le avienta un aironazo y no deja a las olas romper como Dios manda. Manifiesta una inesperada preocupación por los turistas a punto de llegar. Le gusta ofrecerles el azul travieso de su rostro primaveral, y que se puedan tumbar en la arena a dorarse con el sol.
Le digo que no se preocupe. Que a él qué más le da. Que ya se les pasarán a los cerros estas ganas de molestar.
Ya duró mucho la visita, y las agujas de la arena no me dejan en paz. Regreso a la salida, traspaso el umbral de hipocampos y evito con recelo las palmeras que se menean tan desesperadas como el mar mismo.
–¿Cómo lo vio?– me sale al paso el portero.
–De mal humor. Pero bien. Se va a poner bien.
–Eso espero– dice, pensando también en los turistas, supongo.
En la carretera el viento cae sin piedad, desnudo, peligroso para los tráileres desbocados de la noche. Tras de mí, el portero encadena la reja y le pone candado. Mero hábito. No que fuera a aprovechar el mar para escaparse y echarse a correr por la carretera y las casas. Si lo que hace este viento del norte es empujar las olas, queriéndolas regresar a las costas de África.
Como despedida intercambio con el portero miradas de complicidad comprensiva. Esta noche no vamos a dormir. Yo, a vérmelas con el paisaje, aunque es de noche. Él, cuidándose de los cocos que caen y cuidándole las greñas al viejo mar, que no está de pulgas. Para nada.