Izquierdos y derechos de escritores
Ayer visité la exposición Con Manuel Vázquez Montalbán a lo largo de varias salas del Palacio Robert, una casa señorial en el Paseo de Gracia, con jardín interior, en que visitantes o empleados de los alrededores, o quienquiera, da de comer cualquier cosa a las palomas, si es que aparecen, o a sí mismos en bancas de madera; mientras pasan el rato, leen un libro o la prensa o comentan las actividades que hubieran realizado en el Centro Cultural de Cataluña o en el Palacio Robert, o se toman fotografías entre los árboles.
El recorrido de la muestra para mí fue muy emotivo como lectora y amiga de Vázquez Montalbán, y puedo nombrarme amiga suya porque en las ocasiones en que nos encontramos él también me identificaba a mí como tal. En un congreso sobre la lengua española en Chicago, en una premiación literaria internacional en Turín, en un encuentro de escritores hispanoamericanos en La Habana, en la semana de autor de Augusto Monterroso en Madrid, actividades divertidas todas, en especial cuando los invitados nos desbandábamos durante los entreactos, por así llamarlos, y cada quien se iba a lo suyo solo o con uno o dos amigos escogidos según la ocasión.
En el Palacio Robert se exhiben retratos de Vázquez Montalbán, tanto de niño como de adulto; ediciones de sus libros, revistas y periódicos en los que colaboró, una cronología que recoge el encarcelamiento de su padre tras la Guerra Civil de España, y sus propias detenciones de juventud. Pero por lo que hace al montaje, los mayores vuelos de diseño de la exhibición se dedican al trato de Vázquez Montalbán con la gastronomía, resultando quizás el apartado más entretenido del conjunto. Sin explicación a la vista no sé interpretar la mesa larga compuesta de diferentes mesas cuadradas, redondas, rectangulares, puestas con manteles distintos, escenografía que no obstante da el toque de informalidad esperable del chef poeta, del chef novelista, dramaturgo, periodista que fue Vázquez Montalbán. Una sola vajilla, aunque con textos del autor distintos, grabados en el fondo del centro de cada plato de cerámica cruda con borde dorado. Mucho vino.
Sin embargo, donde particularmente recordé a Vázquez Montalbán con mayor recogimiento fue sumida en un sofá de piel en un salón oscuro al lado de una vitrina con estanterías de cajas de puros sin puros y el trasfondo de una grabación con la voz de Vázquez Montalbán hablando de sus temas. Cuando se aclaró la penumbra, distinguí dos sillones contra el muro opuesto al aparador sin puros; frente al sofá en el que yo me encontraba estaba un sillón de lectura de piel negra ante un banco para los pies y contra la proyección de un ventanal con la vista de Barcelona que podía verse desde la casa del escritor gastrónomo. Sentí la presencia de Vázquez Montalbán en el sillón de lectura, atento al escrutinio de sus personajes en los demás asientos.
Al concluir el recorrido y salir del Palacio me pregunté si como opositor permanente que fue al poder Vázquez Montalbán vislumbró con qué grandiosidad ese mismo poder lo iba a acoger un día, pero esta observación es común. Quiero decir que lo vi más contento entre la gente en las bancas del parque, despreocupada, que expuesto en las habitaciones de Palacio. Advertí la extensión de su obra y la variedad de editoriales en las que la publicó, me perdí en la reflexión sin respuesta de si el reloj interno de un creador lo guía a relacionar capacidad de trabajo y tiempo de vida y organizarse en consecuencia sabiamente, o si lo conseguido en vida es casual y es un hecho que no existen vidas largas ni cortas. También pensé que las tribulaciones editoriales que, sin duda, habrá sufrido, no lograron detenerlo en su quehacer ni borrarle la sonrisa, tuvo buen ánimo, quiero decir, siguió la máxima de “al mal tiempo buena cara” y me pareció imitable, si un rasgo genético ajeno pudiera serlo a voluntad.