Usted está aquí: domingo 23 de marzo de 2008 Capital Mar de Historias

Mar de Historias

Cristina Pacheco

Castillos de arena

Entre los pliegues del traje de baño hay costras de arena todavía mojadas. Arena y humedad: el mar. Quedó ya muy lejos. Si acaso vuelve a verlo –piensa Gloria– será dentro de un año, en otra Semana Santa. A su edad doce meses son mucho tiempo. Le gustaría que las horas retrocedieran para comenzar de nuevo los preparativos vacacionales: desde hacer las reservaciones y afinar el coche hasta las compras de última hora y la eterna duda: “¿Crees que con eso nos alcance?”

Para Gloria cada temporada vacacional es un milagro, una especie de resurrección en medio de las dificultades cotidianas. Están allí, esperándola a milímetros de su traje de baño estampado de flores. Lo tenderá al sol antes de guardarlo junto con la esperanza de sentir otra vez el oleaje acariciándole los pies y las rodillas. Nunca ha tenido la experiencia de lanzarse al agua y nadar. Le gustaría saber qué se siente. Tal vez no sea demasiado tarde para ir a una escuela de natación y aprender a flotar y a deslizarse entre las olas. Si otros lo han conseguido, ¿por qué ella no?

Gloria levanta el traje de baño y lo sacude. Las arenas caen sobre el linóleo y las tritura con el pie descalzo. La sensación no es agradable, no se parece en nada a la que experimentó durante sus caminatas por la playa mientras los demás vacacionistas se adentraban en el mar braceando y moviendo rítmicamente la cabeza por encima del hombro.

II

La imagen le recuerda una película que vio de niña acerca de unos náufragos que morían de sed en medio del océano. La contradicción aún le parece inaceptable, cruel. “Es como estar rodeados de vida y no vivirla.” El pensamiento le desagrada y se da una explicación: “Hay cosas que, aunque uno quiera, no puede hacerlas”. Pudo haber aprendido a nadar pero el recuerdo de su prima Socorro, ahogada en un río hace más de cuarenta años, sigue impidiéndoselo.

En aquel momento, para consolarla de la pérdida, alguien le dijo que no se preocupara, las personas que se ahogan no sufren: se van quedando dormidas y no sienten la muerte. La explicación no evitó sus pesadillas infantiles: veía a Socorro hundiéndose, con los ojos y la boca abiertos, el cabello flotante mientras su cuerpo se iba inundando. Hasta la fecha, cuando mete la mano en un florero lleno de agua, piensa en su prima, concretamente en sus manos.

Se reprocha alentar esos pensamientos en vez de sentirse afortunada por haber tenido vacaciones. Fue un privilegio del que disfrutaron millones de personas a sabiendas de que lo hacían hipotecando algo de su futuro: “Compre hoy, pague mañana”. Muchas de ellas estaban en las playas de Veracruz, tan cerca que casi le rozaban los hombros. “Iba sólo vestida con su maravillosa desnudez.” ¿En dónde leyó eso? Ah, sí: en una novelita sucia que pasó de mano en mano entre sus compañeros de secundaria.

Gloria no puede evitar una sonrisa cuando piensa que lo que en su adolescencia era considerado “sucio”, hoy resulta inocente en comparación a lo que se ve por todas partes. Nada menos en la playa: muchachas en hilo dental. “¿Qué se sentirá ponerse algo así?”, se pregunta Gloria mientras observa su traje de baño.

III

Antes de éste sólo tuvo dos. El primero se lo compró su madre para llevarla a Manzanillo. Los preparativos de aquel viaje no fueron emocionantes ni alegres. No iban a la playa de vacaciones sino a que ella se aliviara de las anginas. Caminar en la arena tibia –aseguró su abuela– sería más efectivo que todas las medicinas del mundo.

Gloria piensa que aquel primer traje de baño fue un gasto inútil porque nunca lo lució. Por las mañanas, antes de emprender una de sus caminatas terapéuticas, sobre el maillot la envolvían en una toalla grande que sólo le dejaba los pies al desnudo. Por allí debían entrarle el calor de la arena y las sales del mar.

Como recuerdo de su breve estancia en la playa Gloria trajo una bolsa llena de conchitas y un retrato. Cada vez que se los muestra a sus hijos se burlan y también se enternecen. Les parece increíble que esa niñita con el ceño fruncido y sepultada en toallas sea “su mamá”. A ella también le resulta milagroso haber podido parir a cuatro hijos que la superan tanto en estatura y en experiencias, entre otras la de nadar.

Cuando eran niños ella los llevaba martes y jueves a unos baños públicos. La piscina bajo techo olía a azufre y las indicaciones del instructor se multiplicaban en el eco. Oyéndolo, Gloria jamás pensó que con el tiempo el recuerdo de esa resonancia la devolvería a una de las épocas más felices de su vida.

El segundo traje de baño se lo compró para su luna de miel. Elegirlo les brindó a ella y a su hermana Herminia un buen pretexto para demorarse frente a los aparadores del Centro y meterse en algún café para elucubrar a sus anchas: ¿cómo sería estar con un hombre? Gloria prometió contárselo a Herminia en cuanto regresara de Acapulco. Cumplió su promesa pero nunca se atrevió a decirle que su noche de bodas no había transcurrido, como imaginaron, en el hotel Papagayo sino en el hotel Papagayos.

IV

La sorprende darse cuenta de que una letra, una simple “ese”, haya definido para siempre la diferencia entre sus sueños y la realidad. ¿Si ella y Ernesto se hubieran hospedado en el auténtico hotel Papagayo su vida habría sido distinta? Prefiere no pensar y jura que no se morirá sin alojarse al menos una vez en un hotel de cinco estrellas donde las cortinas sean blancas y le lleven el desayuno a la cama. Todas las mañanas pedirá jugo, un plato de frutas y hot cakes con miel de maple y tocino.

Probó esa combinación de sabores en su luna de miel. Por la mañana, cuando bajaron al restorán, Gloria estaba tan cohibida que no se atrevía ni a leer el menú. Ernesto ordenó por los dos: “Hot cakes con tocino”. La conmueve recordar la aclaración que su marido le hizo al mesero que continuaba inmóvil, mirándolos con cierta burla: “Una orden para cada uno”. Al levantarse de la mesa dejaron sus platos casi intactos.

Transcurrieron semanas antes de que los dos se atrevieran a revelarse el motivo de su inapetencia: a Ernesto le gustaba el tocino con huevos pero lo había pedido con hot cakes porque fue lo primero que leyó en el menú; a ella el tocino siempre le había parecido muy salado pero con miel le resultó incomible. Ahora le gusta esa mezcla de sabores porque le recuerda el comienzo de su vida conyugal.

V

Gloria siente mucha ternura por los jóvenes que fueron Ernesto y ella. Quién iba a decirles que vivirían juntos tantos años, batallando sin descanso para salir adelante. Tendrían derecho, entre otras cosas, a pasarse por lo menos una semana en un hotel de cinco estrellas. Se le hace agua la boca al pensar en el desayuno que ordenaría. Y ¿después? ¿Con qué ropa iban a bajar a las terrazas o a pasearse por las playas llenas de parejas recién salidas del gimnasio? Además ella aún no sabe nadar. Sería ridículo que sólo caminara por la arena mientras las otras mujeres –de seguro en hilo dental– se hundían en el agua como auténticas sirenas.

Por los magazines de los periódicos Gloria sabe que en los hoteles de lujo hay fiestas cada noche. Allí la ropa sería lo de menos porque ha visto a los galanes con yins desgarrados y a las bellezas prácticamente en cueros. El problema iba a ser la música: ni Ernesto ni ella saben bailar los “teleles” que dominan sus hijos, sus nueras y la parentela más joven. Todos se burlan de que a ella y a su marido les gusten los boleros, el danzón, el mambo y el merengue.

Gloria termina por desistir de su sueño: nada de hotel de cinco estrellas. La próxima Semana Santa se conformará con ir a Acapulco, al hotel Papagayos, con “ese”. Aunque es algo imposible, le gustaría encontrarse al mesero que los miró con expresión burlona cuando Ernesto le dijo: “Una orden para cada uno”. Ese imbécil tendría que saber lo que a su esposo le costó permitirse ese lujo. Entonces era estudiante de contabilidad y trabajaba en una imprenta por cuatrocientos pesos a la semana.

Ahora Ernesto tiene un despachito de contador instalado en la casa. Batalla mucho, como todo el mundo, pero va saliendo. Gloria reconoce que lo quiere, lo admira y tiene mucho que agradecerle: entre otras cosas, que esta Semana Santa en Veracruz haya vuelto a hacerle la pregunta que le hizo tantas veces durante su lejana luna de miel: “¿Por qué eres tan linda?”

Gloria oye a su vecina que le grita desde el cubo de la escalera: “¿Tiene basura? Ahí está el carro”. En esas seis palabras concluyen sus vacaciones y recomienza la rutina. Contrariada, toma el traje de baño y lo sacude. El cuarto se inunda con olor a trópico y caen en el linóleo los últimos granitos de arena. Gloria vuelve a triturarlos con su pie desnudo. Cierra los ojos, se imagina en la playa pero no alcanza a oír el mar. “¿Tiene basura?”

 
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