Usted está aquí: domingo 16 de marzo de 2008 Opinión La zona

Carlos Bonfil
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La zona

El sueño muy declarado de todos los gobiernos conservadores consiste en imaginar una concordia social que, de manera mágica e instantánea, suprima las diferencias y rencores de clase, instalando –de manera perdurable– en el mejor de los mundos posibles, la llamada unidad nacional. La zona, primer largometraje de Rodrigo Plá, cineasta nacido en Uruguay, radicado desde su infancia en México, derriba esta ilusión del optimismo oficial, proponiendo la imagen de una zona residencial amurallada de la clase media alta capitalina, que súbitamente ve amenazada su seguridad con la irrupción de tres jóvenes delincuentes provenientes de las barriadas circunvecinas. Una tormenta nocturna derriba un espectacular publicitario, el cual, de modo inesperado sirve de vía de acceso a lo alto de los muros de la fortaleza privilegiada. La posibilidad de robo a una residencia concluye, accidentalmente, con el asesinato a sangre fría de la anciana que la defiende; dos delincuentes huyen, el tercero queda atrapado en el espacio de opulencia donde ahora suenan todas las alarmas.

Anteriormente, Rodrigo Plá realizó dos cortometrajes; uno de ellos merecidamente premiado: El ojo en la nuca, de 2001, protagonizado por Gael García Bernal, que aborda de modo inteligente los temas del rencor y la venganza. Hace dos días, el director conquistó cinco galardones en el Festival Internacional de Cine de Guadalajara, inclusive el de mejor película, por su segunda realización, Desierto adentro. El talento del cineasta es indiscutible, como también su manera original de proponer temáticas sociales vigorosas en un medio a menudo aquejado por el ánimo pusilánime y la frivolidad. Desde su arranque, La zona crea un clima de tensión y de zozobra. El rápido recorrido por un Twin Peaks californiano enclavado en la ciudad de México, con su sistema de vigilancia privada, su infraestructura de lujo y su ritmo apacible de bienestar en circuito cerrado, da paso, a vuelo de mariposa, al espectáculo de los barrios miserables que lo rodean –favelas, bidonvilles, ciudades perdidas–, donde el resentimiento generado por la exclusión social representa, sin mayores metáforas, una verdadera bomba de tiempo.

Las familias de la zona, conscientes de la amenaza que acecha, presas también de una paranoia cercana al cine de Don Siegel o Philip Kauffman (Muertos vivientes, 1955; Usurpadores de cuerpos, 1978), se resguardan de manera obsesiva, sospechan de la peligrosa proliferación del rencor social potencialmente criminal, crean asociaciones familiares como brigadas de respuesta instantánea, admiten la violencia como recurso válido para defender la condición social alcanzada y, a lo largo de la cinta, ofrecen una ilustración contundente del alcance de sus métodos de disuasión y escarmiento ciudadanos. Un adolescente (Daniel Tovar), educado en este miedo a la amenaza externa, aprende, sin embargo, a desconfiar del odio inculcado y desarrolla un sentimiento de solidaridad social contra el que aparentemente han llegado a inmunizarse sus padres (Daniel Giménez Cacho y Maribel Verdú). La zona revela paulatinamente los niveles de mezquindad moral a los que una comunidad es capaz de llegar en la defensa de sus privilegios, y de modo paralelo la educación sentimental del joven que siente ajenas y excesivas las manifestaciones de desprecio social de sus seres más queridos. La película transita así del thriller y sus convenciones más socorridas (el policía honesto que se enfrenta a la corrupción endémica de su gremio, el padre de familia que atraviesa por una crisis existencial ante la gravedad de un linchamiento) hacia un delicado análisis de la amistad juvenil, que derribando barreras sociales vislumbra la posibilidad de poner un alto al rencor social y al desprecio clasista. Es en este último punto donde el guión tropieza con soluciones esquemáticas que lindan con el sentimentalismo. La ruptura de tono no es afortunada, pues la cinta sugiere desde sus primeras secuencias una visión más mordaz y pesimista –algo que hace casi 60 años se atrevió a ofrecer Buñuel en Los olvidados, cinta hasta el momento insuperable; algo que también propone hoy el cine brasileño en radiografías sociales más sulfurosas (Ciudad de Dios o Tropa de élite). Si dejamos de lado la caída del guión en el terreno baldío del melodrama edificante, queda una película vigorosa, con actuaciones notables, que abre el camino para retratar certeramente una realidad social (Tláhuac, Atenco, Zongolica, campañas mediáticas de odio) que sigue dejando muy por detrás a sus mejores ilustraciones fílmicas.

 
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