El taller de Pierre Soulages
A raíz de la publicación de “Encre noire sur pages blanches” en la Nouvelle Revue Française (Gallimard), texto de Jacques Bellefroid sobre Pierre Soulages, las cosas se precipitaron. Hacía más de un año que la visita a su taller se había ido posponiendo. Al fin, fecha y hora fueron fijadas. Como de costumbre, cuando las cosas que más deseo están a punto de realizarse, no duermo. Las tres noches anteriores las pasé despierta mirando la oscuridad: esos poros negros y palpitantes por donde se cuela la luz. El día de la cita, Jacques me despierta apenas una hora antes, justo el tiempo para darme un regaderazo, vestirme y caminar al taller de la rue S., por fortuna a dos calles de casa.
He visto cientos de veces ese edificio con amplios ventanales: no sé por qué siempre imaginé que ése era uno de los talleres de Soulages. Sabía que se hallaba en esa callejuela disparate, donde una de las aceras va subiendo mientras la otra se va quedando abajo, pero ignoraba en qué número. Subimos en un elevador de cristal al piso indicado. Todo es claro en este inmueble secular. Dan, el músico asistente estadunidense-irlandés, nos abre la puerta. Pierre Soulages, atrás de él, nos espera de pie. Me saluda, inclinándose desde su alta estatura, para besarme en la mejillas. Nos hace pasar a las dos vastas piezas que dan sobre los cinco ventanales adivinados. Pero, para cruzar a la segunda parte de este espacio, debe pasar sobre la primera mitad cubierta con papel de estraza pegado con cinta adhesiva al suelo: tengo casi la impresión de caminar sobre una obra de Soulages, pinceladas y brochazos de tinta negra se extienden en el papel. Quisiera poder flotar cuando, en realidad, me siento flotar.
Aparte de ese papel, todo es blanco en el departamento: suelo, paredes, techos, vigas de madera. Soulages parece adivinar mis pensamientos, pues me dice: “Sí, pinté todo de blanco para dar más luz”. De las telas, dispuestas en fila, sólo puede verse la orilla del chasis. Pinceles y brochas cuelgan en la primera pieza, en orden, limpias. Entre dos ventanas, instrumentos acomodados en las bolsas colgantes de una tela gruesa. Cuatro sillas con cojines manchados de tinta negra nos esperan. Colette Soulages vendrá más tarde.
La conversación comienza, vertiginosa, entre Pierre y Jacques. “¿Cuánto tiempo para pintar una tela?” “Sesenta años y un cuarto de segundo. De repente, un día comencé a ver, a pensar de golpe, en un solo instante, un deslumbramiento, ya no en pausas...”, la mano de Soulages esboza con un gesto los lapsos en el tiempo. “Ya no me dan ganas de leer lo que escriben sobre mi pintura, sólo hablan de dinero, del precio de la obra. Cuando era joven, en los salones, corría la voz: hay un Picasso, un Matisse, en tal estante, y nos precipitábamos para verlo, discutir de pintura... Con la literatura pasa lo mismo, sólo se habla de best-sellers”.
Dan extrae de la fila un cuadro más alto que él, más de dos metros por tres tal vez, una tela reciente, de diciembre pasado. De súbito, una luz distinta invade las salas, como si una estrella negra hubiera aparecido y enviase su reflejo devorándonos envueltos por sus reverberaciones. El políptico forma una presencia viva, silenciosa como la noche que respira.
La charla sigue: Pierre Soulages relata sus encuentros de joven, sus primeros amigos. Su fascinación por la arqueología y la pintura de las cavernas: “Los hombres bajaban a la oscuridad para pintar. ¿Qué nos cuentan de la historia de la pintura? No se trata de los 3 o 4 mil años que conocemos, sino de una historia muchísimo más antigua. ”
Dan saca otro cuadro. Creo ver rojo en el negro. Es una ilusión, pues se trata de polípticos monopigmentales. Siento las vibraciones que emanan de la tela. Veo la luz en la tela negra. Otra tela, Dan acomoda el proyector, decide apagarlo: el brillo es intenso. “¿Pinta usted con luz del día o eléctrica?”, le pregunto. “Una y otra, no me agradan los hábitos. Pero lo que me interesan son las vibraciones: el campo mental que crean”.
Las horas pasan rápido, el tiempo se olvida, pero Soulages, como nosotros, no es un puro espíritu. Colette nos alcanza en el aperitivo y la excelente comida que nos esperaba fue una nueva prueba de verdadera amistad.