El infierno o el nacimiento de la clínica
La primera parte de la trilogía de Rubén Ortiz “La comedia humana” se compone de seis performances independientes uno del otro, bajo el hilo conductor de la enfermedad y de la apropiación por la tecnología de nuestro cuerpo, siguiendo la idea de Foucault acerca de la psiquiatría, pero extendiéndola a todo tipo de cura, lo que puede tener dos aspectos. Uno es una fundada crítica a la deshumanización de las instituciones de salud y a la rapiña de las farmacéuticas que encarecen en mucho los medicamentos. El otro, un peligroso embate contra todo tipo de tratamientos que, incluyen las prótesis y los avances tecnológicos, que según el autor hacen que el cuerpo enfermo se pierda en su dimensión humana, lo que no tiene justificación porque gracias a ello se puede recuperar una mayor calidad de vida, con lo que su espectáculo, amén de muy pedante, es bastante maniqueo. En declaraciones del autor y director afirma que ha estado muy cercano a “personas que utilizan la curación circunstancial” pero como ignoro lo que sea esto –que me suena bastante a chamanismo– no puedo adentrarme en esa parte de lo que se proyecta.
Entiendo que los teatristas estén buscando nuevos lenguajes escénicos y el performance unido al teatro narrativo puede ser uno de ellos, aunque resulte una modalidad muy limitada, muy cercana al antiteatro propuesto en décadas pasadas y la falta de unidad de las seis partes produce grandes desniveles en cada una de ellas. En una escenografía de Edyta Rzewuska consistente en un panel semicircular, con un piso círculo y un módulo que gira, se proyectan videos y diapositivas que muestran diferentes aspectos en apoyo de las supuestas terapias y a algunos personajes, como ese médico que sostiene que sólo Dios puede curar al enfermo, con lo que se barre de una vez por todas con la idea del efecto de la ciencia, vista más como una prolongada tortura que como un eficaz medio de combatir a las enfermedades, entre las que no cuenta el autor a la gran pandemia contemporánea, el sida, que tanto inquieta a ese público juvenil que evidentemente es su destinatario.
Los performances a veces son mudos con una narración ilustrativa dada por un mal sonido que arruina todo buen efecto, a veces son narrados por alguno de los actores o actrices mientras realizan alguna tarea propiamente médica o bien una acción cotidiana mientras cuentan las cirugías y tratamientos a que han estado sujetos. Alguna vez se realiza una coreografía que no tiene razón de ser en el entorno de lo que se está tratando o se escenifica una lucha de todos contra todos que también carece de sentido, que si bien muestran el buen entrenamiento que el equipo tuvo en el seminario de Teatro de sombra, son añadidos que no conducen a nada. El sinsentido del performance se hace presente.
El grupo de actores y actrices que se hace llamar Los esquizofrénicos (Diana Cardona, Verónica Colín, Gabriela Delgado, Elizabeth Espejo, Fernando Manzo, Raúl Mendoza, Jorge Palafox, Esperanza Sánchez y Alam Sarmiento) es de gente muy joven y el director los somete a variadas torturas reales, como esa muchacha que se inyecta un líquido subcutáneo varias veces, la pinza en la nariz de una de ellas o la pinza en el cuello de otra, así como la escena del joven devorando comida chatarra y deglutiendo después Coca-cola, además de los golpes que algunos y algunas –sobre todo ellas– se llevan en escena sin que sean atemperados por algún recurso de los varios que un buen director tiene a su alcance. Esto me molestó personalmente y me explico.
No soy adicta a los performances por lo que ignoro si los performanceros piensan que el realismo se debe llevar a esos extremos y sufrir en cada una de sus presentaciones, pero El infierno o el nacimiento de la clínica se está presentando como un espectáculo teatral y entonces es otra cosa. En el teatro los actores –y pienso que estos jóvenes se están formando para serlo– deben ser respetados precisamente en su ser corporal que es su único instrumento y la realidad escénica se consigue por otros medios y uno de ellos es, precisamente, la actuación bien dirigida como otra realidad, lo que en un momento dado, alguna de las actrices consigue, como el relato de su operación mientras guisa, pleno de intencionalidad y buen actuar. Ojalá los miembros del grupo lo entiendan y se nieguen, en adelante, a someterse a esas prácticas de que fueron objeto en la fallida propuesta de Rubén Ortiz.