Usted está aquí: martes 15 de enero de 2008 Cultura Para contar a un poeta... Ángel González

Benito Taibo

Para contar a un poeta... Ángel González

Ampliar la imagen Paco Ignacio Taibo I y el poeta Ángel González en una playa de Gijón Paco Ignacio Taibo I y el poeta Ángel González en una playa de Gijón Foto: Marina Taibo

“Tanto dolor se agrupa en mi costado, que por doler, me duele hasta el aliento” Antonio Machado

Dicen que se ha muerto en Madrid, apenas anteayer, como del rayo, Ángel González, poeta, maestro, juerguista, conversador incansable, cantor, noctámbulo profesional, amigo entrañable, periodista, experto en Machado, bebedor insaciable, solidario, después de haber vivido 82 años como se le dio la gana, desoyendo recomendaciones médicas y dejándonos a todos un poco huérfanos sin la claridad de su palabra. Vayan estas humildes líneas en homenaje de parte de toda mi familia, que es la suya.

Nacido en Oviedo, Asturias, España, el 9 de septiembre de 1925, Ángel González Muñiz descubre muy pronto que pertenece al bando de los derrotados después de vivir la Revolución de 1934 y la Guerra Civil…

Para que yo me llame Ángel González

para que mi ser pese sobre el suelo,

fue necesario un ancho espacio

y un largo tiempo:

hombres de toda mar y toda tierra

fértiles vientres de mujer, y cuerpos

y más cuerpos, fundiéndose incesantes

en otro cuerpo nuevo.

Y al llegar aquí, descubrí, gracias a mi mujer, que lo menos que quería era escribir lo que en los periódicos se llama una “necrológica”, así, que me disculparán y contaré, sencillamente quien fue para mí y para los muchos que lo quieren, Ángel González.

Amigo, hermano desde la infancia de mi padre, Paco Ignacio Taibo I, de Manolo Lombardero, de mi tío Amaro y de Benigno Canal, Ángel ha sido siempre una presencia constante y celebratoria de la vida y la palabra en todos los grandes momentos de nuestra existencia. Envuelto en una perenne voluta de humo de cigarrillo, con un tintineante whisky, extensión de la mano derecha, sentado con las piernas cruzadas, con su inseparable saco de “faena”, cada vez que abre la boca, hace poesía.

Obnubilados, hombres y mujeres caen, caemos, por obra y gracia del encanto, rendidos a sus pies, convirtiéndonos en legión de admiradores de su sutil inteligencia, de sus opiniones políticamente incorrectas, de su memoria prodigiosa, de sus suaves modales, de su ironía aguda y penetrante.

Cuando viene por primera vez a México invitado por Taibo I en los años 70 (cosa que repetirá año tras año, hasta que el médico se lo prohíba, por la altura) se hace de un nuevo amigo, de esos que son para siempre, en la juerga y la palabra, otro gran poeta, Luis Rius. Juntos son un huracán, una fiesta, fe de vida. Las noches se prolongan hasta el infinito y desgranan versos y cantos demostrando la inutilidad de los relojes. Mi madre, no pocos amaneceres, bajaba a la sala de la casa de Culiacán para intentar darles algo de comer, sin conseguirlo. “Nunca sé si van o vienen”, dice, mientras manda a una muchacha a por más hielo para el whisky. Ángel toma la guitarra y empiezan los tangos, las rancheras, las famosas coplas, muchas de ellas inventadas por él, que hacen desternillar de risa a los contertulios: “En Ceuta un musulmán llamado Arturo, se frotaba la picha con carburo…” Cuando volvía yo de la escuela, mamá ponía, cómplice, un dedo sobre la boca: –¡Shhh, Ángel duerme!– y yo pensaba y sigo pensando que los poetas deben tener los mejores sueños, cuando duermen, reconciliados con el mundo al que le escriben.

Se levantaba el poeta y el señor Alka Seltzer obraba el milagro. Luego vendría el señor Johnny Walker a seguir haciendo de las suyas.

Así, dándole de codazos a las horas y las rutinas, Ángel soltaba, con esa voz de Ángel en plena madrugada de México, de Madrid, de Gijón, de Nuevo México: “¿Nos vamos?” Y siempre se quedaba; y siempre nos quedábamos para beber la otra, para contar lo último, para cantar la nueva, para seguir amando a todo lo que nos rodea.

Yo lo noto: cómo me voy volviendo

menos cierto, confuso,

disolviéndome en aire

cotidiano, burdo

jirón de mí, deshilachado

y roto por los puños

… Para vivir un año es necesario

morirse muchas veces mucho.

Tenía yo 16 años y mis padres decidieron que debía aprender inglés. Aterricé en Albuquerque, Nuevo México, en casa de Ángel, profesor emérito de su universidad, durante seis esplendorosos, mágicos, espectaculares meses. Todos, en casa y en la facultad (Ortega Hall) hablábamos en español. Ángel daba sus clases en español. Aprendí un mejor español y un montón de sonetos del Siglo de Oro. Lo agradezco.

En su discurso de aceptación del Premio Príncipe de Asturias de las Letras de 1985, con su talante incluyente y modesto, Ángel dice: “Porque nuestra forma de ser, lo que efectivamente somos, depende de los otros más de lo que habitualmente pensamos. Nadie, y esto es muy evidente en el caso de los poetas, puede existir sin los demás. No lo olvidemos nunca”.

Me llaman por teléfono para decirme que se ha ido y no se me da la gana creerlo.

Tengo ahora mismo a Ángel a mi lado cantando “Se me olvidó que te olvidé”, pidiendo que alguien rellene su vaso, escuchando cómo Susana, Susi, su mujer, se carcajea.

Aquí estamos todos, mis padres, Paco y Paloma, Carlos y Piyú, Marina y José, Imelda, el señor Seltzer y el señor Walker, Luis Rius y Pilar, los Serafín, Rosita, Quevedo, Joaquín Sabina y Jimena, Luis García Montero y Almudena, Góngora, Santiago Genovés y cientos más esperando que González abra la boca y haga poesía.

Todos sabemos bien que Ángel, es capaz de burlar a la muerte, en ello confiamos, en su inmenso talento para con la palabra, resistir para siempre.

 
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