Editorial
Guatemala: perspectivas del nuevo gobierno
Ayer, el presidente electo de Guatemala, Álvaro Colom, de la fuerza política de centroizquierda Unidad Nacional de la Esperanza (UNE), tomó posesión del cargo que habrá de ejercer durante los próximos cuatro años al frente del gobierno de esa nación centroamericana.
Álvaro Colom llega a la presidencia en su tercer intento –los otros dos fueron en 1999 y 2003–, tras haber derrotado el 4 de noviembre pasado al antiguo represor castrense Otto Pérez Molina, del Partido Patriota. El hecho abre una perspectiva, así sea mínima, para atender la escandalosa desigualdad social y económica que hoy por hoy enfrenta ese país.
Ciertamente, el ejercicio del Poder Ejecutivo en Guatemala no le dará a Colom un margen de maniobra lo suficientemente amplio para impulsar todos los cambios sociales que esa nación necesita, habida cuenta de que, además de negociar con un Congreso de mayoría opositora –UNE sólo contará con 51 de los 158 escaños–, el mandatario entrante deberá enfrentar al poder fáctico, ilegítimo y excluyente de la oligarquía empresarial agroexportadora y de las cúpulas militares que son, por tradición, un factor de debilidad del Estado, y que han acotado severamente el poder de las presidencias civiles recientes.
No obstante las concesiones lamentables que Colom ha hecho de antemano a esos poderes fácticos –como la adopción acrítica del modelo de combate a la delincuencia en el que se involucra a las fuerzas armadas–, su proyecto de gobierno parece el más pertinente de cuantos han surgido a partir del restablecimiento de la democracia formal, hace dos décadas, para enfrentar los acuciantes problemas que padece esa nación: promover desde el poder público una transformación social, por modesta que sea, a fin de reducir la pobreza, la marginación y la desigualdad, factores que en los años 60 del siglo pasado desembocaron en el surgimiento de organizaciones insurgentes y en una respuesta represiva devastadora y criminal: en cerca de 20 años poblaciones enteras fueron arrasadas por las genocidas estrategias de contrainsurgencia puestas en práctica por el gobierno local, con apoyo y financiamiento de Washington, y más de 200 mil personas fueron asesinadas o desaparecidas.
A pesar del tránsito de las dictaduras militares a un régimen formalmente democrático, la estructura social guatemalteca se ha mantenido intacta. En este contexto, el mero propósito del nuevo presidente de enfrentar las lacerantes condiciones sociales que recorren el país representa la única vía para lograr una estabilidad a largo plazo. La negativa ciudadana expresada mediante el sufragio a las posturas de “cero tolerancia” y “mano firme” contra la delincuencia, enarboladas durante la campaña presidencial por el propio Otto Pérez en representación de las voces más represoras de la oligarquía guatemalteca, han dejado en claro que la mayoría ciudadana de esa nación demanda erradicar las causas profundas de la criminalidad, que no son otras que la pobreza, la desigualdad, la falta de justicia, la desintegración del tejido social y la inserción del país en los términos de un intercambio global profundamente injusto.
Por su parte, México debe esperar que esa estabilidad se logre, no sólo por elementales razones de solidaridad con la sociedad guatemalteca, sino también porque ambos países comparten una frontera compleja y conflictiva, y porque las condiciones sociales de Guatemala guardan semejanzas con las que imperan en el sureste mexicano, donde, a pesar del levantamiento indígena de 1994, prevalecen la miseria, la marginación y el racismo.
Por tanto, cabe hacer votos porque el presidente Álvaro Colom sepa canalizar el amplio respaldo electoral recibido, encuentre un espacio de acción al margen de las presiones de la oligarquía militar y civil y pueda llevar a cabo su proyecto social o al menos la parte sustancial de éste, a fin de colocar a Guatemala en vías de transformarse en una nación justa e incluyente.