Editorial
Pakistán: contexto del magnicidio
La ex primera ministra de Pakistán Benazir Bhutto fue asesinada ayer en Rawalpindi, un suburbio de la capital, Islamabad, mientras participaba en un mitin político en el contexto de la campaña para las elecciones parlamentarias programadas para el 8 de enero próximo. El atentado suicida que cobró la vida de la principal líder opositora al régimen de Pervez Musharraf y a una veintena de personas, ha sido objeto de condenas por parte de la comunidad internacional, entre las que destacan las declaraciones del secretario general de Naciones Unidas (ONU), Ban Ki-Moon, quien calificó el hecho como “un asalto a la estabilidad del país y a su proceso democrático”, así como lo expresado por el presidente de Estados Unidos, George W. Bush, quien externó su rechazo y preocupación por el “cobarde” atentado cometido por “extremistas asesinos”.
La muerte de la ex premier paquistaní ha acabado por hundir a esa nación centroasiática en un caótico contexto de crispación social, que agrava la crisis política y de gobernabilidad que enfrenta el régimen de Pervez Musharraf: por el país han proliferado las manifestaciones violentas y enfrentamientos con la policía, los cuales ya han producido víctimas fatales; el ex primer ministro Nawaz Sharif, la otra gran figura opositora al gobierno, ha anunciado que su partido boicoteará los comicios de enero, y solicitó la dimisión inmediata del presidente, a fin de “salvar a Pakistán”.
De su lado, Musharraf culpó por el atentado a grupos terroristas, convocó a la población a mantener la calma para neutralizar sus “diabólicos proyectos”, y decretó tres días de duelo nacional. En tanto, simpatizantes de la líder señalaron al gobernante como el autor intelectual del atentado.
Sean ciertas o no tales acusaciones, es innegable que el presidente paquistaní tiene una importante cuota de responsabilidad en el asesinato de Bhutto. Diversas acciones de su gobierno, como el sangriento asalto a la Mezquita Roja de Islamabad, ocurrido en julio pasado, o la imposición de un estado de excepción en noviembre, supuestamente para completar la “transición democrática” en ese país, han acabado por generar condiciones de violencia que alcanzan niveles como el registrado ayer en Rawalpindi. Por cierto, el hecho de que el atentado contra Bhutto se haya llevado a cabo en una localidad percibida por la población como segura y con una fuerte presencia militar sólo pone de manifiesto la inoperancia de un gobierno de mano dura, como se ha presentado el de Musharraf.
Por otra parte, no es casual ni gratuita la consternación de Estados Unidos por el asesinato de Benazir Bhutto. Cabe recordar que Musharraf concentra todos los elementos para ser incluido en el eje del mal de Washington (es un militar golpista y violador sistemático de los derechos humanos, que ha apoyado y financiado a grupos terroristas y ha desarrollado armas de destrucción masiva). La apuesta por un gobierno de coalición entre Musharraf y Bhutto representaba acaso la última alternativa de Washington para legitimar el gobierno de su protegido y mantener un aliado hasta hoy imprescindible en su llamada guerra contra el terrorismo.
Ahora, las perspectivas de una transición democrática pacífica en Pakistán se han disipado fugazmente con la muerte de Bhutto, y Estados Unidos pareciera encontrarse ante una encrucijada: mantener relaciones con el impresentable gobierno de Musharraf o retirarle el apoyo y apostar por su derrocamiento, con el enorme riesgo de que ese escenario pudiera representar la pérdida de control de las armas nucleares que posee el régimen de ese país, y su traslado a manos de organizaciones fundamentalistas o de un gobierno talibán, algo que no conviene a nadie. De tal modo, las opciones para Washington y sus aliados parecen reducirse a una: impedir que Musharraf utilice el asesinato de Bhutto y la violencia desatada a raíz de ese hecho para reinstalar el estado de excepción y postergar indefinidamente las elecciones; presionarlo para llevar a cabo cuanto antes una transición democrática pacífica, y abandonar el control de un régimen cuya caída, de todas maneras, parece inevitable.