Toros
Continuó la temporada “grande” tras la clausura impuesta por la delegación B. Juárez
Los novillos para El Capea frustraron la esperada reaparición de Víctor Mora
Después de dos años de ausencia, Rafael Ortega volvió con menos arte que presencia
Ampliar la imagen Sexta corrida de la temporada grande con seis astados de la ganadería Garfias. En la imagen, Víctor Mora con su primero de la tarde, en la Plaza de Toros México Foto: Jesús Villaseca
Una nueva maldición ha caído sobre la Plaza México. No acababa de volver a respirarse el aire puro que sopla desde el estado de derecho (tras la clausura impuesta por la panista delegación Benito Juárez, con el respaldo del Gobierno del Distrito Federal, en represalia por la violación de la empresa de Rafael Herrerías al artículo 47 del Reglamento de Espectáculos capitalino), cuando otra plaga se enseñoreó ayer del embudo.
Ahora, la desgracia la provocó Pedrito Gutiérrez, el hijo de su papá del mismo nombre, el ex Niño de la Capea, al que le ha dado por actuar como mandón de esta desdichada república, cada vez que aquí hace el paseíllo su vástago (quien, alerta, va la semana entrante a Mérida). Así ocurrió el año pasado, cuando Pedrito debutó en el coso de Insurgentes con un encierro de novillos ridículos, y la burla, el atraco, el robo se repitieron ayer, cuando el majo se sirvió despachar toretes indignos del hierro de Garfias, que echaron a perder el regreso de Rafael Ortega y la esperada repetición de Víctor Mora, quienes, por supuesto, con semejantes materiales, nada pudieron refrendar.
Por eso, durante la sexta fecha de la temporada de invierno 2007-2008, o “grande”, como aún la llaman los nostálgicos, todo fue perder el tiempo. Abrió plaza Regino, novillo cárdeno de dizque 480 kilos, con platanitos de Roatan por cornamenta, y fue, eso sí, muy claro, muy repetidor y muy fijo, el mejor del sexteto sin duda; pero si bien se prestaba a toda clase de mantazos con el capote y la muleta de Ortega, carecía rotundamente de emoción. Era dócil como un perro.
Luego vino Bigocho, negro bragado de dizque 478, primero del lote de Pedrito, fijo como el anterior aunque no tan suave, y como el heredero del Capea carece de sitio, de clase y sobre todo de afición –cómo se nota que el papá lo metió en esto sin pedirle su parecer, pobre muchacho–, la faena se convirtió en un largo número de baile, sazonado con rechiflas, gritos futboleros y abucheos al final.
Mandamás, negro entrepelado de 476 y cornigacho, salió del tercer cajón para encontrarse con Víctor Mora, el joven de Aguascalientes que dos domingos atrás enloqueció al tendido con su entrega temeraria y su deseo de alcanzar el rango de primerísima figura. Sin embargo, después de algunos capotazos de tanteo, la bestia se le arrancó de largo al picador y éste le asestó una vara asesina, bombeando con la leona dentro de la herida, con la obvia consecuencia de que el rumiante, débil como sus hermanos, atornilló las pezuñas a la arena.
No obstante, Mora le dibujó una esforzada faena por la izquierda, bajando mucho la mano y consintiéndolo para sacarle hondos naturales con tirabuzón –algunos muy logrados y aplaudidos–, pero el exceso de castigo y la falta de celo del peludo frustraron lo que pudo haber sido y no fue. Con todo, pese a que Víctor pinchó y remató al cuarto descabello, la gente lo sacó al tercio y lo ovacionó con entusiasmo, en premio por una serie de manoletinas invertidas cargadas de angustia y redondeadas con un muletazo de los que sólo daba Luis Castro El Soldado, combinado con una arrucina de alarido.
Y después, nuevamente, nada. Ortega derrochó facultades para banderillear a Carlos, de 508, cárdeno oscuro y bragado con cuernos de sombrero de charro, al que le ganó la cara para clavar sin asomo de arte, antes de zozobrar en un trasteo muleteril de bostezo y matar de pinchazo y cuatro descabellos, para retirarse al callejón bajo el sonoro y colectivo grito de ¡buuu! Una pena.
En quinto lugar vino Rodoendro, cárdeno bragado y paliabierto, de dizque 476, que era todo un bombón relleno de cereza para Pedrito, pero éste volvió a bailarle por la cara, a pegarle trapazos y cuando de todo el circular edificio le gritaban que lo matara porque ya iba a empezar el futbol, el hijo de su papi cobró un sartenazo trasero, que tardó siglos en tumbar al cuadrúpedo.
Con tales antecedentes no cabía esperar nada de la entrevista de Mora con Compadre, sexto y último, negro entrepelado de dizque 498, que saltaba y metía las manos delanteras para defenderse al embestir, hasta que el picador lo serenó. Entonces, parado como sus parientes, colaboró de mala gana en una serie de ajustadas chicuelinas y descorazonó al hidrocálido en el tercio de la muleta con sus reiteradas muestras de mansedumbre. De allí que, después de semejante fiasco, los aficionados se preguntaran: ¿no habría sido mejor que la plaza hubiese permanecido clausurada hasta la semana próxima para que en los restaurantes todos soñaran con la corrida ideal?