Usted está aquí: lunes 10 de diciembre de 2007 Opinión A Los Ángeles

Hermann Bellinghausen

A Los Ángeles

Estaba por amanecer. Luces de colores aún inciertos penetraban clandestinamente el cielo estrellado desnudo de nubes, y la vegetación recuperaba su personalidad. No sé qué hacíamos todavía despiertos, en silencio, en parte serios, y en parte concentrados en nuestra necedad de negarnos al sueño. En mí es un atavismo de la curiosidad infantil, atizada cuando descubres que de noche la vida y las conversaciones de los adultos se ponen más interesantes. El único terror nocturno, si alguno tuve, era quedarme dormido.

El caso de Voltaire supongo que es distinto. Ella es, sencillamente, una criatura de la noche, que nos concede presencia diurna por pura amabilidad, y nunca antes de las 12.

Como suele ocurrir, y no obstante mis encomiables prevenciones, quedé bien planchado en la silla, cruzados los brazos sobre el restirador, la cabeza en los brazos y los pies enganchados a las patas delanteras de la silla. Una postura incómoda. Desperté sudando por el calor de la mañana. La computadora estaba apagada, los ceniceros limpios y ya no vi la botella de cerveza dejada a medias. Me mudé sonámbulamente a la hamaca del porche del bungalow y me volví a dormir.

Graznaron las gaviotas. Me aferré al sueño. Pasó una motocross sedienta de kilómetros a mitad de Baja. Resistí. Insistí. Seguí jetón. Me vencieron al fin las retumbantes primeros acordes del Prozac Blues de King Crimsom, que no comienzan por el principio, suenan como cuando uno prende la radio a mitad de una canción. La voz enronquecida y distorsionada de Adrian Belew preguntaba qué le puedes dar a un hombre que lo tiene todo, ¿devolverle el filo, conseguir que quiera cantar? No, pero su médico le recomienda una quinta de Jack Daniels y un frasco de Prozac.

–Uta, ¿con esa música comienzas el día? –reclamé a Voltaire, que amorosamente me extendía un vaso espigado con jugo de toronja roja. Tuve que incorporar el tronco, sentarme de lado en la hamaca y frotarme los ojos y el pelo antes de estar en condiciones de sostener el vaso con mis propias manos. Preguntó:

–¿Sabes qué horas son?

–No. Ni me interesa.

–Las dos y media.

–Te dije que no me interesaba. ¡Dos y media! ¿Desde qué horas estás levantada?

–Llevo rato.

–Ah –dije yo.

–No tengo coca, pero sí café. Una coca, es decir.

–Café está bien.

Me busqué los cigarros. En la bolsa del pantalón encontré una cajetilla vacía, que apreté con odio, la hice redonda y la piché al carajo.

–Vino Claudia –dijo, al mismo tiempo que Claudia asomaba desde la sala con un vaso de leche en la mano. Qué gente más saludable éramos todos. Ella, una gringa bonita estándar, y esa misma sonrisa de muchos dientes que se ve que les enseñan en la escuela.

–Buenos días, caballero –dijo la aludida sin el menor acento, y relató que al llegar me vio tan dormido que traspuso la hamaca por encima y fue directamente a despertar a Voltaire, quien a diferencia mía, se había retirado a su recámara, se desvistió y metió bajo las sábanas. Sentado en la hamaca, los pies me colgaban con todo y zapatos.

–Nos vamos a Los Ángeles –notificó Voltaire, festiva.

–No puedo –dije en automático, y me empecé a inventar una junta y el dentista y una presentación mañana en la Casa Lamm.

–A ti quién te está invitando. Nos vamos nosotras –y miró a Claudia. Sonrieron las dos.

–Vamos a visitar un garaje –explicó Claudia.

–¿Nada más uno? –dije. El jugo de toronja ampezaba a surtir efecto. Le pregunté a Voltaire si le puso algo y ella respondió que nada que no se pueda exprimir de un apretón.

–¿Y Rick? –indagué con mala lecha de marido celoso, y enseguida me arrepentí. Voltaire la pescó al vuelo:

–Ya se fue. A reunirse con su esposa y sus tres niños, que se están quedando en Los Cabos, de vacaciones.

Toma. Quién me manda. Además Voltaire, que hiciera lo que se le pegara la gana. De por sí.

–¿Estás listo para otro poco de información?

Dije que no. De nada sirvió. Con The Construktion of Light como fondo me informó que en Los Ángeles cien mil personas sin casa viven en garajes y estacionamientos. Una buena parte, mexicanos indocumentados, pero también negros, salvadoreños y white trash. Visitarían específicamente uno en Annaheim, donde “almacenan” menores mexicanos de exportación. Le pregunté que si era garaje de indocumentados, sin pasar por alto la ironía de que estuviera cerca de Disneylandia. ¿Sería parte del gancho para llevárselos?

–Cómo crees. Allá, como acá, tan delicado tráfico lo manejan sólo honorables personas con fachada legal –replicó Voltaire, y escupió indignada una risa seca. Apuré el jugo de toronja y diciendo “compermiso” me dirigí al baño, dentro de la casa. Al cruzar la puerta, Claudia me saludó con un beso en la mejilla y me la mojó con su bigote de leche.

 
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