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A Berlín Occidental se llegaba entonces por tren a la estación del Jardín Zoológico. Los alemanes aludían parcamente al Zoo, soplando la zeta con los dientes cerrados, como con bronca. Y deletreando ambas “oes” por supuesto. Nada que se dijera en ese idioma tenía el destino del francés con tantas vocales, para pronunciar entre todas sólo algunas y con desgano. En alemán todo era entusiasta. También las dos “oes” de Z-o-o que, por supuesto, no aprendió a pronunciar sino mucho tiempo después de su llegada. Que se arribase al Zoo, o que el Zoo fuera el centro de esta ciudad no era una metáfora: en el fondo y radicalmente era la forma de aludir a un predio limitado, cada uno en su jaula. Pero además, en esa Estación convivían varios mundos, los que luego se expandían en la calle. Nada de lo que se veía allí podía asociarse con cualquiera de las ideas que alguna vez tuvo sobre ese país llamado Alemania. Ni limpia ni ordenada, ni pulcra ni segura, el Zoo era el reino de los sin techo, de los adolescentes drogados, de las prostitutas, los mendigos, los borrachos, ciertamente un escenario más cercano a la Ópera de los tres centavos brechtiana que a las imágenes de un milagro alemán de postguerra. Aquí la guerra continuaba. Los trenes arribaban a una ciudad dividida hasta el andén donde los empleados ferroviarios procedían del Berlín comunista –la capital de la rda – y la policía provenía de Occidente, un embrollo geopolítico del que los alemanes de Alemania Federal se desentendían y sólo escuchaban de tanto en tanto las anécdotas, porque la universidad estaba llena de jóvenes cuyas familias vivían en la Alemania del bienestar de Occidente. Si el Zoo tenía este aspecto, el barrio circundante era extensión de este delirio. Construcciones de varios pisos se disputaban cines, teatros, cabarets, casas de compra de artículos electrónicos, el Café de la Prensa, burdeles, peepshows y venta de diarios y revistas de todo el mundo. Voilà Berlín.
¿Qué es lo que definía como extraña a esta ciudad? ¿Eran sus letreros luminosos incomprensibles, sus voces, el tono, el andar de los transeúntes? ¿O acaso sus colores, el clima, la soltura con que su gente y sus perros andaban por la calle, los restaurantes, sus bares? La ciudad no era grande sino controlada, una marmita en el horizonte circundado por el muro, medios de transporte genuinos y confiables y un nivel muy bajo de criminalidad. Como la ciudad de Villon, también Berlín era medieval, callejera, pequeña, encerrada, precisa. Pero sería excesivo hablar de “la ciudad.” Bety se movía apenas por algunos contornos, los que iban desde el distrito de Schöneberg hasta Kreuzberg, un fragmento de la Ku'damm para el recuerdo y la estación Friedrichstrasse por los cruces: una frontera dentro de la frontera, un espacio condensado dentro de la costura de este mundo. La fecha de su llegada no parecía propicia. Era otoño, un otoño muy frío y poco dorado cuando el tren la dejó en la estación del Zoo esa mañana muy temprano. Un muchacho con las cejas perforadas y mocos oscuros, alto y vestido de cuero negro de la cabeza a los pies, un cinturón con tachas plateadas simulando una canana y con el cabello erizado como una cresta se le acercó, y le pidió dinero en el idioma universal de la mano extendida. Escupió en el piso al ver que ella seguía caminando y se acercó con la misma actitud al próximo transeúnte. Un grupo de hombres dormía más allá envuelto en frazadas. La policía uniformada de verde hacía su control con alguien que parecía haber cometido una infracción. Una adolescente delgada con una falda cortísima y medias caladas corrió gritando algo en dirección a las puertas vaivén por las que penetraba el aire del espesor de un cuchillo. Revisó mentalmente los veinticinco dólares que tenía en su bolsillo, sujetó los bolsos con fuerza entre sus manos, llegó hasta la parada de taxis y sin dudarlo partió hacia aquella dirección que era la única, su fuerte, su quebranto en el mundo de metal y vidrio de la escena mental. El chofer entendió el nombre de la calle apenas ella la pronunció y entonces se sintió reina. Soberana por un minuto. |