Florecen oasis para refugiados palestinos
Crean centros culturales en campamentos con el fin de enfrentar la cotidianidad asfixiante
Ampliar la imagen Cerca del campo de refugiados de Rafah, cientos de palestinos se manifestaron contra las sanciones del gobierno israelí en la franja de Gaza Foto: Reuters
Nablus, 30 de noviembre. Fátima tiene 85 años y es una de los 750 mil palestinos que en 1948 huyeron de la nakba (catástrofe o pesadilla) mediante la que se impuso, dentro de su territorio, el Estado de Israel. Tiene 60 años en el refugio y forma parte de los más de 7 millones de palestinos dispersos por todo el mundo (70 por ciento de la población palestina en el planeta), de los cuales un millón 300 mil sobreviven en campamentos de refugiados –reconocidos o no por la Organización de Naciones Unidas (ONU), dentro y fuera de los territorios ocupados–, mientras el resto se encuentra exiliado en su propio país o en algún otro.
Mientras se celebra en Annápolis, Maryland, una conferencia internacional para acercar una improbable paz entre Israel y Palestina (el optimismo sólo figura en los presentes), la cotidianidad en los campamentos de refugiados palestinos es asfixiante, lacerante, inhumana y, por supuesto, ausente en Annápolis. “La vida aquí, después de casi 60 años, sigue siendo de animales. Si alguien de fuera viniera a vivir aquí no resistiría ni un solo día”, advierte Jamal, del campo de refugiados Balata, en esta ciudad de Cisjordania.
El derecho al retorno de los refugiados siempre “se deja para después” en las negociaciones internacionales. Mientras, en los campos de refugiados de Balata y Askar, en esta ciudad, así como en el resto de los 59 campamentos de refugiados palestinos reconocidos por la ONU, y en los más de 50 no reconocidos, se sobrevive con todo en contra: asesinatos, detenciones, torturas, destrucción, incursiones militares israelíes, desempleo, pobreza y discriminación. “Pero es mejor que se hable de nuestra dignidad, de nuestro trabajo y nuestra cultura, no sólo de la violencia”, señala Mahmud, del Centro de Desarrollo Cultural de Askar.
Es difícil no hablar de la violencia cuando en el campo de refugiados de Askar Nuevo (data de 1967) resaltan en todos los muros carteles con las fotografías de dos niños. Son Jamil Jabaji, de 15 años y sobrino de Nihad, nuestro guía, asesinado el año pasado por una bala israelí cuando salía de la escuela; y la otra es la imagen de un pequeño de 12 años asesinado cuando, jugando al futbol en el baldío terregoso en el que nos encontramos, le dispararon desde un tanque.
“Los soldados israelíes viven en la colonia Elen Toreh, ubicada en una colina frente al campo. ¿Qué tenían que hacer aquí? No fueron los niños los que fueron a buscarlos a la colonia. No fueron ellos los que los atacaron”, señala Nihad. Desde otro ángulo de Nablus se aprecia una colina desde la que los soldados controlan los campamentos de refugiados de Balata y Askar. “A veces disparan sobre los tanques de agua; otras, sobre las personas. No les importa”.
Organizar la vida
En el casco viejo de Nablus, a 10 minutos del campo de Askar, estalla una bomba en un edificio. Nihad recibe una llamada telefónica de Nadia y se suspende el recorrido por la antigua ciudad. Unos dicen que se trató de una bomba que dejó el ejército israelí en un edificio de este barrio donde suelen esconderse los palestinos más buscados por sus acciones contra la ocupación. Otra versión señala que fue un artefacto explosivo que dejó en ese lugar la resistencia palestina, con el fin de que estallara cuando ingresaran los soldados. El asunto es que murió un trabajador que estaba reparando el inmueble. “Y esto es todos los días”.
“Pero eso es sólo una parte”, insiste Yousef Abu Serriya, secretario del comité local del campamento de Askar. “Hay que contar también las cosas buenas, las que hacemos los palestinos para que no muera nuestra historia, para que nuestros niños sonrían, para organizar nuestra vida cotidiana.”
El Centro de Desarrollo Social de Askar organiza actividades para jóvenes y niños: teatro, biblioteca, computación, danza, música, cursos de periodismo, etcétera. “Hay, sobre todo, juegos para niños, para que nutran su espíritu y expresen sus sentimientos y problemas”. Este espacio, ubicado a la entrada del campo, recibe entre mil y mil 500 jóvenes de Askar y sus alrededores.
La infancia se va perdiendo en los campos y fuera de ellos. Las incursiones militares a los campamentos son todos los días. Los niños viven entre asesinatos, detenciones y torturas, además de las vejaciones diarias en los puestos de chequeo, “en un territorio en el que todos ellos son tratados como terroristas, en el que que ven cómo se lleva el ejército a su papá, a su hermano o a ellos mismos. Los tiroteos los despiertan, y aunque a veces se acostumbran el miedo no lo pierden”. Y ojalá nunca no lo pierdan.
Las calles del campo de Askar, como las del resto de los campamentos, son extremadamente estrechas y están en permanente construcción. Aquí, como en Balata, la gente siempre está remozando, reconstruyendo, pintando y acomodando los montones de piedras que dejan los explosivos israelíes. En un kilómetro cuadrado habitan 6 mil personas.
En el campo de Balata, el más grande de Cisjordania, la historia se repite. Balata se llama un pueblo en los territorios ocupados, y en honor a él le pusieron el nombre. Provenientes en su mayoría de la ciudad de Jaffa, llegaron aquí en 1948, durante la nakba (cuando los expulsó el terror a las masacres israelíes). Dejaron tierras y casas, y aquí, señalan, “estamos como migrantes”. Actualmente hay escuelas, clínicas y un poco de ayuda, en un espacio de un kilómetro y medio, en el que sobreviven 21 mil personas. Es exactamente la misma área destinada en 1948, pero casi 60 años después.
“Han cambiado muchas cosas. Hay gente que ha encontrado trabajo y pueden mejorar sus viviendas. Ya no vivimos en carpas, por lo menos. Pero la vida aquí sigue siendo de animales”, reitera Jamal.
Es noviembre y el ambiente es tenso. El día anterior a nuestra llegada ingresó la policía palestina al campo de Balata a detener a un delincuente común. La población no lo escondió, pero no acepta las incursiones policiacas y la enfrentó. El saldo fue de 25 personas detenidas por la autoridad palestina. Al día siguiente el ejército israelí realizó una de sus cotidianas incursiones al campamento. No encontró al hombre que buscaba y destruyó su casa. Así transcurre la vida en esta ciudad aún en ruinas por los enfrentamientos de la intifada de 2002. Es la vida de la ocupación.
Precisamente por esta situación, en 1997, se creó en el campo un centro de atención para niños que tiene como objetivo que los niños y niñas crezcan en un mejor ambiente, con actividades deportivas, culturales y artísticas, ofreciéndoles tiempos de placer para que descubran sus talentos y capacidades. Tienen proyectos, programas sociales y de apoyo sicológico para los niños con traumas, ansiedad y miedo por los ataques cotidianos al campo.
En este centro predomina la cultura y se hace viva la memoria de la cultura de Palestina, como el baile de Dabka. “Se trata de formar una generación que muestre la historia de la cultura palestina y la comunique a otros países que tienen la imagen de que aquí sólo hay violencia. Aquí hay canto, baile y obras de teatro que muestran la vida en la Palestina de antes de la ocupación. Hay también un espíritu de felicidad y placer”.
“La situación es difícil, pero los palestinos estamos de pie”, dicen en Balata. “Resistimos y cultivamos el esparcimiento y la cultura, es decir, la vida, aunque esto no quiere decir que renunciamos a nuestro derecho al retorno”, afirman, en Askar, los ausentes de Annápolis.