Montaña imaginaria
¿Mi sexo?, ¿cómo?, mi sexo en la mandarina sudada de su ombligo, el de ella, ¿dónde?, en su ombligo desnudo que se mueve y vaga en espacios paralelepípidos como humos de cigarros en ruedas que se pierden dejando manchas divididas, partidas, fragmentadas, archirrecontrafragmentadas, caóticas, vueltas a fragmentarse al microscopio y a los rayos X queriendo traspasar en flurorescencias radiales toques eléctricos en discos de la calle iluminada a golpes, para dar paso a la penumbra de los gases de la ruta ciempiés llena de cristales en los ojos que alimentan las alcantarillas con luz color de óxidos y ácidos fuertes metabolizados en la transformación de la ciudad en el infierno, deforme, mostruoso, gordo gigantesco elefantiásico, cabeza de chorlito con olor a blenorragia de las de antes cocinado con ladrillos rotos, cajas de cigarros, envases de leche, kótex, botellas de chelas y refrescos, cáscaras de huevo relucientes, plásticos y papeles por doquier y el mundo sazonado y revuelto con chiles, salsas y moles de todos colores y sabores para darle un panorama muy mexicano: el chile y los aquí traslomita, con sus manchas aceitosas, muertas, opalinas, sobre las banquetas de los barrios marginales y sobre mi banqueta con una claridad de farol en lo alto y filo de piedras relucientes junto un letrero diciendo “el que tire basura será consignado a las autoridades” en las manos de una mujer dormida que escurre sudor de marzo se evapora un grito agudo, desgarrado, lacerante, de pérdidas, de dolor sin medida, ayyy y que al caer parece partículas de vidrio en los resplandores de los anuncios de gas neón y los faros de los guaruras y el escandaloso de los radios y el parpadeo azuloso de las teles y un dibujo infantil hecho con las uñas en puerta y una raya que descascara la pintura a lo largo de la pared para que todo nos pique y nos provoque y la ciudad adquiera su forma de ser picosa mexicana a la vista, al oído, al olfato, al tacto para que nos arda hasta la mucosa gástrica y se restriegue el estómago contra sí mismo en espasmos sexuales, porque también en la marginalidad vive ella, la del ombligo, y se frenen, se aceleren, viboreen, se amarren y en su sombría ternura citadina griten que estoy enamorado de ella, ella es Dios, como una única manera de no sentir la maldición esclerótica, ecocídica, de ansiedad repetida rasgada del Metro húmedo resbalándose durante 23 minutos cuatro veces al día al impasse y compás de los piquetes de los trayectos largos en que las concavidades se vuelven convexas por el milagro de que ciudad se alcantarille para encontrar el equilibrio y armonía necesarios para el ritmo vibrante, sostenido allegro, de mi yugular en la aorta de ella.