Karateca Kid
Recuerdo la fecha pues Carlos Chimal la registró en la dedicatoria del libro que nos llevó a regalar a Augusto Monterroso y a mí. Además, seguramente anoté la visita en mi diario. En todo caso, la tengo tan presente que aunque ya hubiera escrito sobre ella me urge volverla a registrar.
Lo cierto es que la tarde nublada y fría de aquel 14 de diciembre de 2002 me sentí lo suficientemente capaz y desenvuelta para encender la chimenea y no sentarme con alumno y maestro ante el fuego a oírlos conversar, sino que pude dejarlos solos, cómodos, y salirme al jardín. Me dejé llevar por la fantasía y me imaginé en la casa de campo de Virginia Woolf, donde alternaba el tipo de vida que llevaba en Londres, a una distancia corta de ahí, con uno más relajado. Incluso las caminatas que hacía en las afueras eran diferentes, entre plantíos de trigo y caminos de tierra que tarde o temprano llevaban al río, contra las de calles asfaltadas que de forma recta o rebuscada no conducían sino a una u otra biblioteca de su ciudad natal.
A veces, como aquella tarde, yo dejaba imaginariamente mi cotidianeidad de México y buscaba en la cocina la lata de hojas adecuadas para seguir el ritual y preparar el té como en Inglaterra. Coloqué la charola con el servicio completo sobre la mesa alrededor de la que conversaban desaprensivos los dos escritores y me aparté a calentarme las manos sosteniendo mi tarro entre las palmas, sin mordisquear apenas una galleta de jengibre. Desde mi rincón, oía fragmentos de la plática de Chimal y Monterroso. Aparte de hablar de deportes, recorrieron la ciencia, la literatura, la música y la tecnología de nuestros y de otros tiempos, es decir, los temas que trata Chimal en sus libros y que yo no siempre entiendo como me gustaría entender.
Entendí bien y me encantó, eso sí, un cuento suyo que publicó en su primer libro, Irina, se titulaba. Se lo dije o tal vez lo escribí. Contaba una historia de un amor fugaz del protagonista con una moscovita un invierno en Moscú. Iban a asistir a la ópera pero algo se les interponía y lo impedía. La cama, o en cumplimiento de otras fidelidades, una elaborada y prolongada evasión de la cama. Quizá no se lo dije, después de todo. Es una situación conflictiva. “De cuanto has escrito, mi texto tuyo favorito es el primero que publicaste, hace 30 años”, equivale tanto a alentar a un autor como a cortarle las alas. “Así que no me importa lo demás que hubieras escrito y ni siquiera lo que vayas a escribir, si es que has vuelto o cuando vuelvas a escribir.”
La verdad es que a mí me interesa todo aunque entienda poco y retenga menos. Quisiera afirmar para que se oyera y se supiera que lo que me atrae más especialmente es la vida. ¿El artista antes que el arte? No sé. Pero sí el ser humano, aunque no sea sino resultado de una imaginación.
Carlos Chimal no se limita a mezclar temas, niveles y géneros. Porque fue químico, también combina elementos y su pluma escribe neologismos. Un día por fin se cortó una trenza delgada que ya le llegaba a la cintura; pasó un 31 de diciembre en una cena para 12 presidida por Octavio Paz; es karateca; su medio de transporte en la ciudad de México fue la bicicleta hasta que la puerta de un autobús al abrirse invadió el carril para ciclistas y con fuerza lo golpeó y lo tumbó inconsciente contra la acera. Ha pasado temporadas en colonias de escritores. En Edimburgo, en una de estas residencias un salón lleva su nombre, Carlos Chimal. Sabe todo lo que hay que saber tanto de rock como de constelaciones estelares. Cubrió con honores un mundial de futbol y ha entrevistado a premios Nobel para un libro publicado en Barcelona. Está en sus cincuentas y calvo, pero si no le da por disfrazarse de detective, de gabardina con el cuello alzado y sombrero de ala ancha, y asiste bajo cero a una inauguración de pintura abstracta, va de camiseta ajustada y sin mangas y su torso se ve fuerte. Siempre está bronceado y sonriente. Por lo general, acompañado de Carmen Landa, su esposa, madre de su hija y su fotógrafa oficial.
Yo también le he tomado una fotografía a Carlos Chimal. Aquella tarde de diciembre de 2002 le pedí que se pusiera de espaldas contra el muro alto cubierto de hiedra frente a las escaleras de mi casa y que se cruzara de brazos a la derecha de su maestro Augusto Monterroso. Me sentí impelida a fotografiarlos. Yo no lo presentí, pero fue la última vez que los habría podido retratar uno al lado del otro.