El poeta Alberto Blanco
Ampliar la imagen El poeta, pintor, quimico y músico Alberto Blanco, durante la inauguración de una exposición de sus obras en la Estación Indianilla, en septiembre pasado Foto: Francisco Olvera
En 1973, al poeta, pintor, químico y músico Alberto Blanco le robaron de su coche todo lo que había escrito durante dos años de trabajo. La desesperación lo hizo rescribirlo y al hacerlo se le descorrió un velo. “Allí donde creí que iba a perder todo estaba mi fuerza”.
Nacido en 1951, egresado de la Ibero como químico con mención honorífica por una investigación sobre sustancias sicotrópicas, Alberto Blanco es un hombre del Renacimiento. Sus múltiples talentos lo llevaron también a hacer una maestría en estudios orientales en El Colegio de México, en el área de China.
Sin embargo lo conocemos mejor como poeta y un poeta que ha sido traducido al inglés, francés, alemán, holandés, sueco, danés, búlgaro, rumano, ruso, italiano, japonés y portugués. Blanco fue el primer mexicano publicado por la editorial City Lights, de Lawrence Ferlinghetti. “Para mí esto fue un sueño: ver aparecer un libro mío en esta editorial que tiene tanta tradición en la poesía de lengua inglesa en nuestro siglo”.
En 1988 recibió el Premio de Poesía Carlos Pellicer. Amigo de Francisco Toledo, quien ilustra sus libros de poesía, así como de Vicente Rojo, Alberto Blanco también es el autor de casi cien portadas de libros para el Fondo de Cultura Económica.
–Empezaste siendo pintor, Alberto…
–Dibujo desde que yo recuerdo y escribo al mismo tiempo. Claro que esa manera de ejercer la creatividad como niño es algo muy natural, pero llega el momento en que uno entra en crisis, en la adolescencia; ese es el momento en que uno descubre la tradición: eso que hay detrás de cada una de las artes. Entonces el juego deja de ser algo ingenuo y uno comienza a conocer todo lo que se ha hecho con el lenguaje. Esa crisis para mí se dio cuando tenía 17 años y coincidió con el movimiento del 68, en el cual participé. Yo creo que fui uno de los más jóvenes, apenas estaba terminando la prepa. En todo caso, a partir de entonces mi relación con el lenguaje se volvió más compleja de lo que había sido, aparte de que las lecturas, sobre todo las de poesía, se multiplicaron muchísimo.
–¿A qué poetas leías? ¿A Ramón López Velarde?
–No, fíjate que a López Velarde no lo conocía entonces. Yo fui un lector precoz, leí muchísimo para mi edad, pero poca poesía. A los 16 o 17 años descubro a todos los simbolistas franceses, a Baudelaire, a Rimbaud, y a través de ellos, a los surrealistas. Realmente la poesía mexicana la comencé a descubrir después, de tal manera que López Velarde no fue de mis primeras lecturas. En todo caso queda claro que algo pasó en aquellos años –y yo creo que es una experiencia central para entender la práctica de la poesía– cuando descubrí que las palabras no son nada más un vehículo para expresar lo que uno siente, lo que piensa, imagina o sueña, lo que nos duele o molesta, si no que existe otra posibilidad, que es lo que a mí se me reveló entonces, a los 18, 19 años, que es la de empezar a descubrir lo desconocido a través de las palabras. Se trata de un proceso que podríamos considerar inverso: uno se pone al servicio de las palabras, y las palabras son las que empiezan a guiar la búsqueda y a mostrar cosas que jamás había pensado, sentido, soñado o imaginado. Cuando se abre la posibilidad de usar las palabras al revés de como se usan normalmente, comienza un juego por entero distinto. Desde entonces la escritura se convirtió para mí en un verdadero oráculo, una práctica de introspección y de conocimiento.
–¿Cuándo hiciste tu primer poema?
–Te puedo decir cuándo publiqué mi primer poema: en 1970 me tocó padecer una hepatitis muy fuerte; yo estudiaba ingeniería, pero me sentía muy fuera de la jugada en ese mundo. Para entonces ya llevaba varios años escribiendo y entendí desde un principio que si lo que me interesaba era la poesía, no tenía dónde estudiarla; tuve la intuición, creo yo que certera, de que no era estudiando literatura como iba yo a escribir. Así que como me daba igual estudiar cualquier cosa tenía todo el campo abierto; podía estudiar una cosa u otra. En la decisión de estudiar ingeniería pesó la tradición familiar: toda la familia, por el lado de mi padre, es de ingenieros. Sin embargo en 1970, desesperado en la escuela de ingeniería, decidí inscribirme en pintura en San Carlos porque yo seguía dibujando; y justamente el día que tenía que presentar el examen de admisión me diagnosticaron la hepatitis que me tuvo tres meses en cama, y desde ahí publiqué un poema en prosa muy breve que se llama El vacío, que apareció en la revista El cuento, de Edmundo Valadés, en 1970. Tenía yo 19 años pero pasó mucho tiempo antes de que apareciera mi primer libro; hasta 10 años después –en 1979– se publicó Giros de faros, en el Fondo de Cultura Económica.
–¿Después abandonaste la pintura?
–Nunca la he abandonado. Para mí la práctica de las artes visuales ha sido una constante en mi vida, lo mismo que la música. En esa época, en 1970, yo tocaba –bueno, más bien componía y cantaba– con una banda de rock muy buena que se llamó La comuna. Tocábamos mucho y en todas partes.
–¿Qué instrumento tocabas?
–Yo nada más cantaba, todavía no podía tocar ningún instrumento. Pero aprendí piano y lo sigo tocando hasta la fecha. Me gusta mucho componer. El piano es una compañía y una práctica constante, no lo cambiaría por nada.
–¿Y qué cantabas?
–Lo que componía, lo que me llegaba, aunque también éramos capaces de tocar piezas de muchas bandas populares en ese entonces, porque tocábamos en fiestas, en festivales, en toda clase de “tocadas” y podíamos interpretar música de muchos grupos, de muchos roqueros y compositores. Pero lo más importante es que teníamos nuestra propia música. Podíamos tocar música de Bob Dylan, de los Beatles y los Stones, de las bandas de San Francisco de entonces, de Santana, de Quicksilver, de Jefferson Airplane, incluso de Frank Zappa, que entonces no era un músico muy popular ni muy conocido en México.
“Éramos siete. Duramos cinco años; un buen rato. Fuimos contemporáneos de El Tri, de Alex Lora –que entonces, claro, era el Three Souls in my Mind– y tocamos juntos muchas veces. Lo mismo con Tinta Blanca, Bandido, El Amor y otros.
–¿Alex Lora es bueno?
–(Ríe) Él mismo dice que El Tri no es bueno, que es malo, malísimo, pero no es cierto; la verdad es que el que porfía mata venado. Después de tantos años de andar rocanroleando ha perfeccionado su estilo, y ha conseguido lo que no logró ningún grupo de entonces, que fue sobrevivir a la tierra baldía de los hoyos fonquis y de la represión que se vino en México después de Avándaro. Ninguna banda de aquellos tiempos soportó las condiciones terribles en las que quedó sumido el rock nacional porque se cerraron todos los espacios salvo los fonquis ya que los hoyos estaban en el más estricto underground. Pero a principios de los años 70 hubo un momento en que se abrieron espacios en las disqueras, en la radio, hasta en la televisión para grupos de rock mexicano, incluso para rock en español que entonces era un tabú. Pero después del festival de Avándaro, y dentro de la atmósfera de toda la represión que se dio del 68 al 71 se cerraron todas las posibilidades de reunión de jóvenes en torno al rock, que quedó sumergido en condiciones muy precarias y las bandas no soportaron esa situación. No había lugares donde tocar ni dinero para las tocadas, no había manera de sacar la música por radio ni se hacían grabaciones ni existían los medios que ahora existen. Pasó mucho tiempo antes de un cambio, y la única banda que sobrevivió fue El Tri. Así que ese mérito no se lo puede quitar nadie a Alex Lora. Saca la grabadora mi niño…