¿De la tecnocracia a la teocracia?
Desde hace años, la gestión del gobierno se deslizó de manera casi imperceptible a las manos de quienes por su ambición manifiesta, títulos y trayectoria académica, merecieron pronto el título de tecnócratas. Subordinados a los políticos, fueron quienes idearon fórmulas y coaliciones de poder que supuestamente le permitirían al régimen posrevolucionario sortear las tormentas de las crisis financieras y del cambio del mundo para arribar a salvo a una plataforma superior de modernidad, libre de las adiposidades corporativas que la salida más o menos pacífica del tiempo revolucionario había cobrado como factura.
Mucho tiempo antes de que esto se volviera una realidad política, el economista político estadunidense Raymond Vernon, había pronosticado un litigio entre “técnicos y políticos” que pondría las bases de la ulterior normalización mexicana. La profecía del profesor del Tecnológico de Massachusetts no se cumplió en tiempo y forma, pero es indudable que el núcleo conflictivo por él estudiado se puso en acelerado movimiento poco después de que su libro se publicase.
Paradójica o irónicamente, fue el presidente Luis Echeverría, último personaje de la “clase política“ de entonces, quien reclutó y depositó en los corredores del poder una generación que no sólo venía de la universidad sino que, a diferencia de sus antecesores del alemanismo, se proponía expresamente una reforma administrativa, económica y política del Estado, que impidiera que las bengalas del 2 de octubre volvieran a anunciar un carnaval sangriento de balas, bayonetas y mazmorras. Se decía modernidad.
Aquella reforma tuvo corta vida y su secuela del auge petrolero y la reforma electoral hubo de correr la suerte del principal, que en aquel tiempo eran el crecimiento sostenido y la “regla de oro” depositada en el presidencialismo autoritario. Con el colapso de la crisis de la deuda, todo fue echado por la borda, pero el espíritu redentor de la tecnocracia se afirmó, esta vez alimentado por la evidencia de las fallas geológicas de “los políticos” del PRI, gracias a cuyas destrezas y marrullerías había podido ascender esta tecnocracia e instalarse en los cuartos de mando y las salas de máquinas del poder del Estado.
Vivimos entonces la “gran promesa” (como la llamara José Casar), de la globalización apresurada de México, del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, que nos pondría en la antesala del primer mundo, y de la reforma “definitiva” de las reformas electorales, que ciertamente fue una reforma política de envergadura, iniciada por Jorge Carpizo y Porfirio Muñoz Ledo un año antes, que coronó una parte fundamental de la revolución neoliberal, al despojar al gobierno y al presidente de sus resortes básicos del control electoral, como antes había ocurrido con las palancas de la intervención directa en la economía o las relaciones sociales más profundas, gracias a la liberalización comercial, las privatizaciones y la revisión del artículo 127 constitucional en su vertiente agraria. El tren del nuevo régimen, articulado por una tecnocracia no sólo ilustrada sino iluminada, parecía ir sobre ruedas, aunque sus portentosas crisis inaugurales y sus draconianos ajustes, para no hablar de sus coyunturas sangrientas (Colosio, Chiapas) nos hablan más bien de otra cosa.
En eso llegó Vicente Fox y mandó a parar. La tecnocracia se volvió vicepresidencia económica y el demonio de la estabilidad a ultranza y a cualquier costo se apoderó de la ilustración adquirida en Chicago o Cambridge, mientras el presidente y sus amigos y familias jugaban a vivir su propia leyenda negra del poder presidencial priísta y se entregaban a la más pueril y corrosiva de las corrupciones y abusos de poder jamás soñados por sus mentores fundadores.
Hoy, la economía no funciona y las expectativas de los expertos la ponen todavía más a la baja; la industria se estanca y las manufacturas se esfuman, tal vez a los mares de oriente o del sur, mientras el empleo se descompone en ocupación informal o criminal y emigración juvenil masiva. “La estabilidad es necesaria pero no suficiente”, se sermonea desde los púlpitos del FMI y el Banco Mundial, y hasta el gobernador del Banco de México echa su cuarto de espadas en favor del crecimiento.
Lo que no se conmueve es el castillo, el verbo y la arrogancia de una tecnocracia alojada en el eje financiero gobernado y nombrado desde Hacienda, que se empeña en convencernos, en realidad en convencerse, de que la nave va, y a toda vela.
El espectro del capitán Ahab encarna en el secretario Carstens y su inefable lugarteniente Werner, y lo que quiso ser una orgullosa y hasta revolucionaria tecnocracia, casi la negativa de los “jóvenes turcos” de Ataturk, se nos vuelve una triste teocracia que repite las leyes del mercado como si fueran jaculatorias. Mientras, Moby Dick colea.