De algo hemos de morir, responden cuando les advierten del riesgo de que se enfermen
Decenas de tabasqueños hurgan en toneladas de basura al bajar el agua
Con timidez, militares y policías les ordenan tirar lo que ya recolectaron, “por su salud”
Latas y productos embotellados, los más requeridos entre quienes perdieron todo
Ampliar la imagen Pepena en la calle Primavera Foto: Alfredo Domínguez
Villahermosa, Tab., 14 de noviembre. “¡Lorena, los militares!” Ella apenas mira de reojo y apura su pepena entre el montón de desperdicios donde está parada. Revisa los aceites, las mayonesas, los jabones; todo lo que su sentido común juzga como “resistente a la contaminación”, y lo acumula en su bolsa. ¿Miedo? “Qué más nos puede pasar”, responde.
“¡Ándale, que nos van a quitar todo!”, replica su hermana, quien se inquieta cuando el soldado habla con otra mujer que preteden salir con lo que acaba de encontrar entre las toneladas de desperdicios del mercado municipal y de las abarroteras que lo circundan, apilados en la calle Primavera.
–No se puede llevar eso, ordena el militar. Por su salud –aclara.
–De algo me he de morir –reprocha ella en las inmediaciones del mercado José María Pino Suárez.
El soldado está solo y hay demasiados mendigos en el lugar. El Ejército ha intentado tomar el control de la zona, pero por ahora es una tarea imposible, aunque hay militares, marinos y brigadas sanitarias. Todos, casi con timidez, intentan destruir los comestibles que desechan los comerciantes, y que estos súbitos pepenadores, surgidos del desastre, recolectan sin detenerse en las explicaciones sanitarias.
Latas es lo más preciado entre los desperdicios. Son las que ofrecen “mayores seguridades” de haber resistido la inundación. Entre el montón de basura, una mujer encuentra un montón de jabones que de inmediato acapara sin disimulo. “Con un baño de agua caliente y ya será para lavar”, dice. En la mano también lleva un gran bote de mayonesa y en la bolsa carga aceite, salsas y algunas latas que sustituirán las despensas que ya no le dan “desde hace días”.
–¿Ya viste las toallas (femeninas)?
–No, eso no. Eso sí es muy delicado.
A su lado, un hombre trae varios litros de aceite. Es un desempleado que vive en “una ranchería que sigue en el agua”, dice como justificación de la pepena en que anda.
–¿Aún servirá?
–Es aceite. Si se pone a freír solo antes, no hay problema.
Los métodos que cada quien pretende aplicar para sanear los productos varían: una buena lavada con cloro a la botella y nada más. “Al cabo que el contenido está limpio (...) no hace mal, no lo alcanzó la contaminación”. Quienes se llevan los productos lo afirman con convicción, aunque el olor es insoportable.
Los militares parecen flexibles en el cumplimiento de instrucciones, aunque los brigadistas de salud les piden ser más rígidos en el decomiso de comestibles.
Entre quienes se supone que son pepenadores hay un hombre extraño. Usa lentes, casco, tapabocas, botas, todo los aditamentos para hacer una pepena aséptica.
A la distancia, José Luis Alcántar, funcionario de Obras Públicas del estado, mira con desesperación la escena: “no es posible que hasta los cargadores que contratamos para que se lleven todo esto le entren a la pepena”, dice en referencia al extraño hombre que combina cargar bultos para llevarlos al trascavo con el discreto retiro de algo que se encuentra entre el montón.
En otro costado, una excavadora militar intenta acelerar el relleno de camiones para apurar esta “operación sanitaria”, como define el responsable de los servicios de salud del municipio de Centro, José Manuel Cruz, quien dijo que sólo ayer se retiraron 110 toneladas del material mas riesgoso: cárnicos y mariscos.
Conforme pasa el día, el decomiso de productos se hace más estricto y la brigada sanitaria firma actas con los comerciantes para comprometerlos a destruir el producto antes de dejarlo en las calles, para evitar la pepena y acelerar la salida de toneladas rumbo al basurero municipal.
Hace casi dos semanas que el basurero no funcionaba. La contingencia había suspendido la recolecta de basura, pero ahora, Villahermosa genera desechos por miles de toneladas.
Sobre el tiradero a cielo abierto, la disputa es abierta: zopilotes y pepenadores cohabitan entre la pepena y la rapiña. Son centenares de aves que vorazmente se alimentan, decenas de mendigos que recolectan vidrio, latas, plástico, cobre y, de vez en vez, algo de alimento para aguantar la jornada.
“Hoy salí rayado. Saqué 300 pesos”, asegura Juan López, un adolescente que corrobora la bonanza en que se encuentran los eternos damnificados de Villahermosa, los pepenadores de oficio, tras dos semanas de sequía.
Ahora se invierte la ecuación. Ellos ganan lo que la sociedad pierde. Son los beneficiarios de la desgracia de la ciudad: miles de toneladas donde pepenar y lo que es mejor, toneladas de fierro, aluminio.