Tamalitos y atole
Una mañana, hace ya mucho tiempo, caminaba alrededor del lago de Texcoco con el día empezando a clarear: tenues resplandores extendidos en el horizonte, tiñéndose de un gris terroso; tres o cuatro nubes al oriente del sol se franjeaban de oro conforme amanecía, transformando el paisaje en color café con leche polveado.
El aire frío de la mañana me producía erizaciones y estremecimientos en la piel; y un olor insoportable a mierda, una náusea incontrolable. Mientras el azul invernal se acentuaba entre las nubes, los rayos del sol –como abanicos de mil colores– se desplegaban en el cielo. El barrio lentamente entraba en movimiento: unos despertándose y otros llegando a descansar. Lo mismo se oía el chirriar de las puertas cediendo el paso a la masa subempleada que salía diariamente con una esperanza, que se desvanecía durante el día; que mujeres abriendo sus ventanas, restregándose los ojos y abriendo la boca al compás de los estertores del restiramiento; que niños cantando y saltando con sus mochilas con rumbo a la escuela; que chavos de mirada extraviada como reflejo de su muerte social; que niñas-mujeres con el rimel corrido, regresando del cabaretucho; o borrachos acompañando con sus voces las oscilaciones de sus cuerpos.
En las esquinas, los puestos de periódicos locales, policiacos y deportivos; y los grandes botes con tamales para preparar las tortas de verde y de rojo, con atole de fresa.
En uno de esos puestos descubrí a lo lejos a una tamalerita, de unos 17 años, bien plantada y de porte airoso, amanecer de mujer igual que el de esa mañana, promesa de un espléndido mediodía, como su barrio; las curvas a medio hacer de su cuerpo, anticipo de las curvas “Pera” de la carretera y su línea esbelta, prolongándose suavemente, espiritualmente su carne con delgadeces exhaustas por la desnutrición. Rostro y cuello redondo, rasgos mestizos, ojos y pelo negros, boca sensual y fuerte mentón.
La tamalerita, como la ciudad, con su pañuelo negro me seduce: con su blusa ajustada al talle, los brazos mostrando su sed juvenil y una pierna recargada sobre su bote de tamales asomando con provocativa fuerza de una abertura de la falda. ¡Qué belleza de morena! ¡Qué deseos de acariciarla suavemente sin tocarla, de besarla con los ojos! Al aproximarme a ella, la visión desaparece: la pañoleta es un pedazo de trapo deshilachado y sucio; la cabellera, maraña impeinable; los lagrimales, depósito de legañas; los dientes amarillos, fosa de comida; la piel, con manchas; el vestido, exposición de jirones; los huaraches, desigual enrejado de cuero de donde asoman dedos lodosos y con grietas; las manos y los brazos encallecidos por el polvo, el frío, la inmundicia; la voz ronca por el aguardiente, y el lenguaje maldiciente y enredado, reflejo de su mundo.
La hermosa criatura, nacida y criada entre la inmundicia y los desperdicios, de lejos resulta una flor de una belleza impresionante. De cerca, una flor de estiércol pero con solidez de acero. ¿Qué importan las roñas de su piel, los jirones de sus vestidos, las enmarañaduras de su pelo, las grietas de pies y manos, los agujeros de sus huaraches, los mocos colgando de su nariz, las legañas de sus ojos, y la melancolía de su vagina? Su carne es joven, viva, fresca, vibrante, erotizada por la soledad.
Carne y espíritu que podrían transformar al país o puede hundirse en el alcohol, el vicio y la ignorancia. Carne y espíritu que se resbala al caos sin encontrar dónde realizarse.
El panorama de aquellos tiempos pervive. Nuestro pueblo se hunde y ahoga en la marginalidad. Su briosa humanidad es aplastada por la miseria que crece y golpea cada vez con más intensidad. Mientras tanto: Morena, ¿me das dos tamalitos rojos y un atolito meneado, por fa?