Datos preliminares informan que 80 por ciento de las comunidades están anegadas
Nacajuca, entre la desgracia de las aguas, el pillaje y la esperanza
Por temor a que roben los animales que rescataron no utilizan los albergues
Ampliar la imagen Habitantes de la ranchería Isla Guadalupe del municipio de Nacajuca reciben víveres Foto: Francisco Olvera
Nacajuca, Tab. 5 de noviembre. El camino rumbo a El Zapote se corta abruptamente. Una cadena con candados y palos marca el territorio y el recelo de la población ante los extraños. Sirve a la vez de protección al improvisado corral y las chozas que utilizan por ahora como albergue, ya que sus casas y tierras están inundadas.
Casi una veintena de familias esperan ahí el descenso del agua que arrastró consigo centenares de gallinas, patos, pavos y hasta cerdos. Terminó con milpas, platanares y cuanto cultivo tenían los campesinos que ahora esperan, inquietos, el descenso del agua.
En Nacajuca el reporte del ayuntamiento sintetiza las dimensiones de la afectación: 80 por ciento de las comunidades están inundadas o anegadas, con un saldo hasta ahora de dos fallecidos. La mayoría de las comunidades afectadas están enclavadas en la región chontal. En muchas de ellas la ira de la población impide llegar a extraños si no traen ayuda por delante.
“Ni una mazorca pudimos rescatar”, se burla de sí mismo Hernán Cantú. ¿Qué va a pasar mañana si el maíz para todo el año se fue al agua? La versión colectiva de esta comunidad es que el agua subió tan rápido que con trabajos alcanzaron a sacar vacas “arriándolas” con cuerdas atadas a los cayucos, porque eso sí, la muerte de una vaca hubiera sido para esta gente una pérdida irreparable.
“Llovió mucho, pero fue esa presa la que provocó todo. De repente el pueblo entero se refugió en el cruce de la carretera –la zona más alta de la región– con el agua subiéndole más arriba de las rodillas, mientras todas las casas apartadas del camino ya estaban anegadas con el desbordamiento del Samaria.
“Ya sólo el de allá arriba sabía hasta donde nos iba a llegar el agua”, agrega Hernán.
En ese cruce se congregó parte de la comunidad, y es donde han permanecido desde entonces, coexistiendo entre las gallinas y cerdos sobrevivientes, pues sólo a los cebús y vacas se les ha construido un improvisado corral lo más lejos que el reducido espacio permite.
Esos animales, lo único que les quedó, lo que los mantiene aquí. Se aferran a ello, a pesar de que implique retar al peligro en medio de tanta insalubridad y hacinamiento. Aunque sus comunidades están apartadas, también padecen lo que se enfrenta en todo Tabasco: el pillaje.
“Con este revoloteo no puede uno salir. Se atiene uno a lo que hay”, comenta Fidela Ruiz, mientras menea el pescado que acaban de sacar del río.
–¿Lo sacaron de esa misma agua?
–Un poquito más allá.
Unos metros adelante Remedios Álvarez cocina trozos de cerdo al pibil. Muestra con orgullo el guiso, que huele bien, aunque el animal estaba a medio morir por la inundación. El agua lo “entulló, dicen, casi inmóvil ya no servía para mucho y lo mataron antes de que se muriera para aprovecharlo, porque eso sí, animal que se muere solo, nadie se lo come, por si acaso. Hay que matarlo para guisarlo”.
Entre los niños que corretean, los perros que husmean y las gallinas que podrían ser sacrificadas ante la carencia, transcurre un día más de desesperación de esta gente.
Remedios, de 63 años, aventura un recuento de daños: no hace muchos días hizo una “inversión cuantiosa” para adquirir 60 pollos, de los que apenas le sobrevive una docena.
Todo mundo aquí cuenta sus penas en su balance de animales muertos. Una gallina se cotiza en 70 pesos, un pato en casi el doble, pero haber perdido un cerdo representa una desgracia: mil 500 pesos si estaba al punto de engorda, que en estas tierras es un dineral.
–¿La siembra ya estaba para cosechar?
–Apenas estaba jiloteando –dice un viejo campesino de nombre José Carmen Sánchez, quien quiere hacer patente que él no sólo perdió su maíz como los demás, sino también la calabaza y la sandía que tenía en sus tierras.
Sólo algunas madres parecen estar conscientes del riesgo sanitario en que se encuentran. Con el lodazal que empieza a aparecer en las casas más altas, las que se ubican a la orilla de la carretera, el dengue, la diarrea, las enfermedades respiratorios latentes bajo las condiciones en que la comunidad de El Zapote aguarda el retorno a la normalidad. Las aguas comienzan lentamente a bajar, pero nuevos riesgos aparejados a la situación empiezan a aparecer.
Albergues semivacíos
En la cabecera municipal de Nacajuca hay tres albergues que lucen semivacíos. Aunque la situación de emergencia no se ha superado, la enorme mayoría de damnificados ha optado por las carreteras como opción de refugio.
“Es una cuestión cultural”, define Adela Ramírez, directora de educación y cultura del ayuntamiento, que por la coyuntura está al mando de la coordinación de albergues. “En los refugios no reciben a sus animales y ellos prefieren quedarse a cuidarlos y no perderlos”.
Quienes se mantienen en el refugio provienen en su mayoría de la comunidad chontal de Oxiacaque, cuya condición no está muy alejada de la de El Zapote. Entre los que llegaron había cuatro indígenas embarazadas, una de las cuales ya dio a luz y otra está programada para esta semana.
La comida no es mala. Hoy les dieron mondongo, algo de carne y un poco de frijol. La mayoría son mujeres que tienen a sus hombres cuidando las tierras y las casas e ingiriendo agua de micaña, con la que se embriagan algunos para soportar la espera.
Es la queja de Isabel May, quien permanece con sus cuatro hijos en el albergue. “Ya no he ido al pueblo y se lo dije a él –su esposo–, pues tenía ya dos días borracho. Mejor me ahorro los pleitos”.
A pesar de que la situación dista aún de normalizarse, algunas familias comienzan a retornar a sus tierras con una prematura decisión de comenzar la reconstrucción, cuando todavía no hay suficiente que comer.