Número 136 | Jueves 1 de noviembre de 2007
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NotieSe

Masculinidad:por los senderos de la identidad

A partir de un amplio trabajo antropológico en comunidades de Sonora, Guillermo Núñez Noriega deja un valioso testimonio de las formas en que se vive la masculinidad lejos de la visibilidad urbana: Masculinidad e intimidad: identidad, sexualidad y sida (Programa Universitario de Estudios de Género, El Colegio de Sonora, y Miguel Ángel Porrúa, 2007). Núñez Noriega nos habla en este texto de sus hallazgos.

Por Guillermo Núñez Noriega

Los habitantes del norte del país comparten, en términos generales, un sistema de concepciones e identidades sexuales y de género que tiene un fondo común con el resto del país y probablemente de muchos otros países: el androcentrismo y el heterosexismo. En palabras del teórico Pierre Bourdieu, se trata de un sistema de dominación masculina. Esto es importante decirlo para no reincidir en visiones regionalistas elaboradas en el centro del país que construyen al norte y a los varones norteños como machos, violentos, etc.  Cabe señalar, que muchos habitantes del norte de México comparten el mismo prejuicio, pero a la inversa, que se puede sintetizar en la frase: “allá en el sur los hombres se matan por cualquier cosa y a machetazos”, que he escuchado en tantas conversaciones.  En segundo lugar, es importante estudiar las particularidades regionales de eso que la feminista Gayle Rubin llamó sistema sexo-género.

Las concepciones e identidades sexuales y de género dominantes asumen modalidades diversas, con diferentes implicaciones de poder y resistencia para las y los sujetos sociales. Los investigadores norteamericanos Ana Alonso y Ramón Gutiérrez han insistido que, en el caso del norte del país, la ausencia de sociedades indígenas con sistemas sociales y políticos complejos, la lejanía de la autoridad colonial y la relación de violencia y guerra con diversos pueblos indígenas (particularmente apaches, yaquis y seris) todavía entrado el siglo XX, trajo consigo la aparición de un sistema de concepciones e identidades de género diferentes a las del resto del país, sin por ello dejar de reproducir el mismo horizonte de dominación masculina.

El norteño impasible
La defensa común contra los apaches, dice Alonso, independientemente de las clase o del nivel de mestizaje, involucró un fuerte sentido de igualdad cívica frente al enemigo, que a su vez permitía una forma de configuración de un sentido de honor común en todos los hombres (valentía, arrojo, fuerza, resistencia). Eso que aún en nuestros días se sintetiza en la frase: “tener güevos”. Las mujeres, por su parte, fueron convertidas en las representantes de los valores de la civilización y la hispanidad: la moral cristiana y sus valores de virtud y honorabilidad. No es casual que la castración mutua haya sido la forma común de humillación en esos enfrentamientos en el norte de México.  Así mismo, las mujeres fueron convertidas a nivel simbólico (y práctico en muchos sentidos) en las representantes de los valores de la civilización y la hispanidad: la moral cristiana y sus valores de virtud y honorabilidad.  Desde entonces son las encargadas de la educación moral de varones y mujeres. 

Esa historia de género distinta explica por ejemplo, que se vea como algo vergonzoso para la familia y especialmente para los varones serranos de Sonora que una mujer trabaje diariamente en el campo, salga a buscar leña al monte o cargue cosas en la espalda o en la cabeza.  Eso implicaría una deshonra para los propios hombres.  También es deshonroso por ejemplo, para la propia familia del esposo, que éste golpee a su esposa.  En los relatos del siglo XIX esa es una costumbre asociada a los apaches, los mismos de quienes se quieren diferenciar.   Suceden casos en que el propio cuñado denuncia ante el comisario al hermano por golpear a su cuñada.  No es que la violencia contra las mujeres no suceda, pero esos comportamientos tienen significados que no se encuentran en otras regiones del país donde por tradición se han legitimado.

Esta configuración de género tiene como consecuencia una socialización masculina intolerante a la expresión del dolor, de la queja, del afecto, de la tristeza, del miedo.  La contención de las emociones es un valor masculino muy acendrado. Por lo mismo, la homofobia suele expresarse como regaño y burla o reto entre niños y adolescentes, cuando parecen flaquear en ese ideario de hombría.  El joto es quien transgrede el ideal de género, más que el ideal sexual. Por lo tanto, mientras se cumpla con las expectativas de masculinidad es posible la vivencia homoerótica. Asimismo, el que muestra ser más sensible y delicado —o fino como suelen decir en estos pueblos—, puede reivindicarse socialmente mientras “se dé a respetar”, que “no cause escándalo” y se reafirme con otros valores viriles, como ser muy trabajador.

Otro rasgo cultural que impacta fuertemente las relaciones de género es la importancia dada al respeto a la individualidad de los adultos.  La importancia del respeto en la vía pública que se expresa en el rechazo a la maledicencia o a la “hablada” (hablar mal de alguien en vía pública) matiza mucho la manera en que se expresa y resiste el heterosexismo y la homofobia.  La exigencia de respeto, por ejemplo, es una posibilidad siempre presente en un hombre que es agredido públicamente por su preferencia sexual, con absoluto respaldo de la comunidad y la autoridad local. Claro está, hablo de las comunidades rurales, las ciudades han creado otras dinámicas sociales en este sentido.

Los significados de la masculinidad cambian históricamente. Para la generación de hombres adultos mayores, ser hombre es fundamentalmente “ser serio”.  Ser serio es, en su concepción, ser adusto, trabajador, franco, darse a respetar, tener palabra (cumplir los pactos y no ser falso), tener honor y no acarrear vergüenza a la familia (que se le vea borracho en la calle, presumir sus infidelidades). Esta concepción de los abuelos de alguna manera sigue permeando el imaginario de la hombría. Para muchos pobladores norteños, por ejemplo, la alegría, la expresividad corporal o emocional en el baile o en la conversación, que ven por televisión de personas de Veracruz o el DF, causa extrañeza, sorpresa y hasta cierto punto fascinación. La seriedad es mucho más familiar. De la misma manera, les parece impensable que alguien pueda siquiera presumir de que “no trabaja” o de “ser flojo”. Cuando le pregunté a un señor sobre qué es peor si ser flojo o ser ladrón me dice sin dudarlo que es peor ser flojo, pues ni siquiera se da a respetar haciéndose responsable de mantener a la familia.  Y cuando pregunto lo mismo sobre ser flojo, ladrón u homosexual, sin dudarlo me dice que mientras el homosexual sea trabajador y no falte el respeto a nadie, no entiende por qué habría qué meterse con su vida y que en todo caso, es peor ser flojo o ladrón.  Estos significados y valoraciones del ser hombre difieren, sin lugar a dudas de lo que sucede en otras regiones del país. 

Sin embargo, todo está cambiando. En los jóvenes rurales de clases bajas, por ejemplo, empiezan a aparecer otras valoraciones de la hombría: ser guapo, ser rico y ser arrojado, esto es, valiente. Es cierto que, como dice el investigador Eloy Rivas —quien estudió la mortalidad en esa región rural—, estas valoraciones hay que entenderlas en el contexto de las aspiraciones de su edad y su lucha por la hombría. Creo, no obstante, que hay un cambio que mucho puede decirnos sobre fenómenos actuales como la violencia o el narcotráfico.

Por lo demás, si en algo he insistido en mis estudios sobre el ser hombre, es que éste no es un término con significado transparente, sino en constante disputa alrededor de su significación.  Una disputa que tiene qué ver con las políticas de género de los propios hombres, de los poderes y resistencias que a traviesan el campo social. 

Sexualidad: hacerse vaquetón
En las comunidades rurales que estudié, los adultos aprendieron de sexualidad con los pares y en la vagancia, esto es, en el ejercicio de un privilegio masculino de mayor libertad de movimiento que no tenían, ni tienen hoy de la misma manera, las niñas. Por supuesto que en los jóvenes cada vez aprenden más a través de los medios de comunicación. 

El aprendizaje de la sexualidad fue parte de su proceso de dejar de ser niños, de conocer el mundo, de “hacerse vago o vaquetón”, o como dicen en otras regiones del norte de México, como Durango, “hacerse canijo”. Conocer de sexo es masculinizarse, diferenciarse de las mujeres, hacer un paréntesis necesario en las enseñanzas moralizantes y cristianas de la madre para adquirir “malicia”.

La sexualidad de los varones está firmemente asociada a la hombría. Por lo mismo se regula en relación con otros valores de la hombría: no se ve bien hablar de las relaciones sexuales a los demás hombres, aunque sí, tal vez, confesárselas al mejor amigo. Es parte del recato y la seriedad masculina exigidos. De la misma manera, al menos en las comunidades serranas que he conocido, embarazar a una muchacha involucra una responsabilidad casi cívica, que se convierte en una mancha moral si no se realiza el matrimonio.  “También los hombres se queman y si no respondes ahora, ya luego nadie te va a creer”, le dijo una mujer adulta a un hombre joven que aún no se casaba con la muchacha que embarazó. La presión social es muy fuerte. (Por cierto que el joven terminó contrayendo matrimonio con ella.)

Asimismo, la sexualidad está fuertemente asociada al trabajo, particularmente en los adultos, más que en los jóvenes. El trabajo se entiende entre los hombres como algo que masculiniza, que acarrea honor, por lo tanto vuelve a los hombres más atractivos. Se utilizan mucho las metáforas sexuales para referirse a los hombres trabajadores o eficientes: “es bien lechudo”, “trae toda la leche”, “los tiene de cuatro yemas”, “es un tira leche”, etcétera. Refiriéndose siempre a la abundancia de semen o al tamaño de los testículos.

Por otro lado si los hombres adultos que actualmente oscilan entre los 50 o 55 años el placer ya fue un valor asumido e importante en su relación matrimonial, a diferencia de sus padres quienes justificaron su vida sexual como parte de un afán reproductivo, en los hombres jóvenes rurales actuales además de placer hay algo más: aceptación de la experimentación (todo un ars erótico), discusión sobre qué anticonceptivo usar o la importancia del amor.   Una pareja de 23 años de un pequeño pueblo me contó que después de ver un programa de Cristina dedicado al sadomasoquismo empezaron a experimentar con amarrarse y pegarse, “nomás de juego”.

Sexo entre camaradas
Las relaciones entre los varones asumen y han asumido a lo largo de la historia diferentes formas tanto en las sociedades norteñas como en otras regiones del país, incluyendo por supuesto el D.F.  Hay textos de misioneros que muestran la sorpresa y el escándalo de los españoles cuando conocieron la existencia de parejas del mismo sexo cohabitando “como varón y mujer” en el mismo techo, en los pueblos yaqui y mayo.  Aunque no conozco que suceda lo mismo en dichas comunidades, sin lugar a dudas son pueblos más relajados en sus costumbres sexuales que la sociedad sonorense en su conjunto.

En mi propia investigación he mostrado la importancia de los vínculos de amistad entre los hombres en la vida de los propios hombres. Esos vínculos se daban desde la infancia por la colaboración en el trabajo frente a las amenazas de un medio agreste. Estas amistades eran uniones afectivas muy profundas, más importantes emocionalmente —como lo dicen algunos informantes viejos— que las relaciones con las esposas. Los amigos solían incluso tomarse fotografías tomados de la mano para expresar ese sentimiento profundo que los unía. Fotografías que eran documentos familiares y públicos. Cabe mencionar que el mismo fenómeno se ha descubierto para otros países como Estados Unidos.  El historiador Katz estudia por ejemplo eso que el poeta Whitman llamó “amor adhesivo”, “amor de camaradas”.  Una forma cultural que tuvo amplia legitimidad en el siglo XIX y XX norteamericano.

Hay elementos para concluir que en muchos casos, ese vínculo de amistad entre varones fue la forma social que adoptó el deseo homoerótico entre hombres, así como la forma social que permitió a muchas personas suscitar y experimentar el deseo y el placer homoerótico.  No estoy hablando aquí de un grupo restringido a una actividad laboral como los vaqueros, sino de formas de relación de una sociedad norteña predominantemente rural y con una economía agropecuaria.

Actualmente, aún cuando estas regiones rurales del norte de México han ido industrializándose con la llegada de las maquiladoras y que la actividad de los vaqueros está cayendo en desuso, se pueden encontrar historias de amistad estrecha y de contactos eróticos entre hombres en los contextos tanto de la vida laboral como de la diversión.

En mi investigación me planteo lo siguiente: ¿qué pasó con esa forma social de amistad estrecha o de erotismo y afectividad entre amigos que fue más evidente dos generaciones atrás? ¿Acaso desapareció? La respuesta que en mi libro Masculinidad e intimidad: identidad, sexualidad y sida, es que esas formas no desaparecen cuando aparecen los conceptos modernos de homosexualidad o identidad gay, sino que coexisten, persisten, se subsumen y hasta han influenciado las concepciones, significados y experiencias de muchos jóvenes urbanos, especialmente los de clases bajas. 

Ese planteamiento teórico de que las formas y significados de la experiencia homoerótica no son superados y no desaparecen totalmente con la modernidad y la identidad homosexual o gay, es algo que ya había sido planteado por Sedgwick, en su crítica a Michel Foucault, en relación a la noción decimonónica de homosexualidad como “inversión”.  Yo lo hago para estas otras formas sociales y significados de la intimidad masculina que he podido conocer en el norte de México, pero que no dudo que existan más allá de esta región.

La amistad entre hombres, más que la amistad entre mujeres, se empezó a transformar drásticamente en la medida en que surge el concepto de homosexualidad, nos dice Foucault. A partir de ese momento se tiende una sospecha homofóbica hacia la amistad. Para el caso de México, considero, el primer golpe fuerte a la amistad como espacio privilegiado de intimidad entre los hombres se da con la legitimación del amor heterosexual, su importancia para construir el matrimonio y su exhibición pública. A partir de la década de los cuarenta, cincuenta y sesenta es evidente el proceso de heterosexualización de la sociedad mexicana. En este contexto cultural el homosexual se convierte para las clases medias en un personaje y la homosexualidad en una amenaza que se puede cernir sobre los jóvenes. Un personaje que es distinto al “joto” o “choto” (identificados con la cantina y el travestismo) y una amenaza mayor porque es “como nosotros”. Algo similar ocurre con el personaje “gay”.

Uno de los costos que tiene esta nueva forma de homofobia es algo que ya se vivió en las sociedades anglosajonas: el deterioro profundo del significado y de las posibilidades de amistad, la cuál ha ido dejando de ser una relación íntima para convertirse en una relación social, limitada incluso al ámbito laboral o profesional.  La intimidad parece ahora como legítima sólo dentro de la pareja heterosexual (con dificultadas planteadas por los resabios machistas) a las mujeres y a los gays. Este es un proceso más bien urbano y de clases medias y altas; en las clases bajas y rurales, las amistades íntimas entre hombres siguen siendo importantes y significativas y en no pocas ocasiones, son también espacios para el erotismo.

Algo que planteo en mi libro es que la formación social homoerótica es heterogénea, es decir, que en nuestra sociedad y para el caso en cualquier sociedad compleja, la experiencia homoerótica entre varones asume diferentes formas culturales con diferentes implicaciones sociales.  Puede asumir el modelo de la amistad o camaradería masculina, el de la relación joto-mayate, el de la identidad gay, el de la identidad muxe, mampo, banchú, antsil-vinik, según sean las diferentes formas de las sociedades indígenas de nuestro país.  Puedo asegurar a través de mi conocimiento del tema que en todos los casos se trata de formas culturales que involucran en sí mismas estrategias de resistencias diversas para escapar a los distintos rostros que asume la homofobia.  La narrativa del salir del clóset es una forma de resistencia propia de una de las formas culturales de la experiencia homeorótica: la identidad gay.

Ahora bien, cabe mencionar que la identidad gay se vive de diferentes maneras en cada región del país, aún cuando se diga que es una identidad sexual globalizada, se incorpora en cada tradición cultural de diferente manera, se transforma a diferentes ritmos.  En muchos lugares se dice “gay” de la misma manera que se dice “choto”, sin ninguna o escasa relación con la dimensión política de la identidad gay en sus orígenes.  En otros lugares como Jalisco, Michoacán o el DF, muchos gays retoman elementos de las viejas dicotomías de género del mayate y joto y hablan de “gays activos y gays pasivos”.  En cambio para muchos gays sonorenses resulta chistoso (por decir lo menos) el uso de esas categorías de identidad y otras más complicadas como “gay inter, más pasivo que activo”, que suscitan carcajadas cuando las escuchan o un tremendo signo de interrogación.  Por supuesto que tratándose de lenguaje, la gente aprende a entender sus significados y a lidiar de diferente manera con ellos.

Más allá de las categorías
Las relaciones sexuales entre varones que no se identifican como gay son eso: relaciones sexuales entre hombres que no se identifican como gays o incluso ni siquiera conocen el término.  No es necesario ponerle a esos varones etiquetas que ni siquiera conocen y que seguramente resultan demasiado forzadas.  Muchos de ellos son en la práctica bisexuales, pero ya nos ha dicho Rina Reinsfeld que no hay una sola bisexualidad sino muchas y la gran mayoría de las personas no se identifican como tales, aunque tal vez la mayoría de la población ha tenido experiencias y deseos hacia hombres y mujeres.  Podríamos decir que son hombres que tienen sexo con hombres, siempre y cuando no queramos convertir dicha aseveración en una identidad nueva o en un grupo social claramente delimitado.

Decir que: “un hombre que tiene relaciones sexuales con alguien de su mismo sexo y no asume una identidad gay está en el clóset” es un error.  Quien está en el clóset es quien se considera gay y tiene miedo a hacerlo público.  Pero quien no se considera gay y tampoco quiere hacer público sus prácticas sexuales simplemente es un hombre con un secreto.  No es lo mismo el secreto que el clóset.  El clóset supone que la persona siente que no revela a los demás la verdad sobre su ser.  El secreto supone que la persona no quiere revelar una información sobre lo que hace, no una verdad fundamental sobre su ser. Son concepciones ontológicas y epistémicas diferentes. Por lo demás, valga decir que hay muchos varones que tienen sexo con otros varones y sí lo dicen a otros, esto es, no guardan el secreto y que hay gays que han salido del clóset sólo con algunas personas y no con otras. 

El clóset es una gran invención y una gran herramienta tanto del poder como de la resistencia moderna sobre la sexualidad.  Pero como dice Sedgwick, es la gran trampa del poder, nadie está nunca fuera ni dentro del clóset totalmente o de manera definitiva.  Es por eso que como única estrategia de micro o macro resistencia, la propuesta de salir del clóset es insuficiente y cuando se pretende imponer a todas las personas que tienen relaciones homosexuales es además, un ejercicio de poder.

Considero que entender la heterogeneidad de la experiencia homoerótica no sólo es importante para el conocimiento antropológico, sino que es fundamental también para entender la evolución de la epidemia del VIH/sida en nuestro país.  Ese es el tema que abordo en el último capítulo de mi libro.

Creo que el reto para quienes luchamos por eso que en términos generales llamamos derechos sexuales y reproductivos, es formar una cultura de plena conciencia hacia la diversidad homoerótica y un activismo que tenga claro que el objetivo no es la reivindicación de una identidad (que en todo caso ese es un momento de afirmación personal y una estrategia para constituir un agente político), sino la eliminación de la homofobia, la eliminación del heterosexismo y del androcentrismo, esto es, el fin de la dominación masculina; así como el fin de las otras formas terribles de distinción social y de violencia: el clasismo, el racismo, la xenofobia, el antisemitismo, por mencionar algunas.

* Núñez Noriega es investigador del Centro de Investigación en Alimentación y Desarrollo, AC, en Hermosillo, Sonora.