Usted está aquí: domingo 28 de octubre de 2007 Opinión Eje Central

Eje Central

Cristina Pacheco

Memoria de El Tigre

Durante años no quise resignarme a que El Tigre hubiera muerto. Pensaba que hacerlo era como abandonarlo. Por eso me pasé tanto tiempo aferrada a sus recuerdos procurando convencerme de que todos eran bellos y valían tanto la pena como para hacerme olvidar que mi hija, Yesenia, iba creciendo y me necesitaba. Cuando llegue a visitarme le pediré perdón.

Todo el año ha estado diciéndome que vendría para Todos los Santos a visitar las tumbas de sus abuelos. Miles de veces me ha dicho lo mismo y no ha cumplido su promesa. Ahora me resulta difícil creer que nos veremos dentro de unas horas y podré abrazarla. Desde 1992, cuando se fue para San Isidro, sólo he podido estrechar sus retratos y oírla por teléfono.

Con mi hija me he perdido de muchas cosas: sus cumpleaños, verla el día de su boda con John, asistirla cuando nació Kevin, acompañarla en sus momentos difíciles. Los adivino sólo por el tono de su voz. “¿Estás llorando?” Lo niega y dice que nada más tiene gripa. Finjo creerle, pero me deja con la espina clavada, tratando de adivinar qué le sucede, cuál rinconcito de su casa será su refugio. El mío fue y sigue siendo la cocina: allí puedo echarle la culpa de mis lágrimas a las cebollas.

De repente me pongo a pensar en qué habría sido de mi hija si se hubiera quedado conmigo en Chalco. Tal vez se habría ido con alguno de los pandilleros que mataron a El Tigre, a Ezequiel...

Dejé de llamarlo por su nombre el día en que, por casualidad, me lo encontré con sus amigos en Pantitlán. Me dio tanto gusto verlo que lo llamé –“¡Ezequiel!”–, pero se hizo el desentendido. Noté que se avergonzaba de mi embarazo y juré no volver a verlo ni avisarle cundo naciera nuestro hijo: fue niña y salió muy enfermiza.

Me mantuve fiel a mi palabra hasta que Yesenia cumplió un año. En el mercado Martínez de la Torre le había comprado un vestidito de encaje rosa y con ése la llevé a dar gracias a la Basílica. Una peregrina me dijo: “¡Qué chula se ve su niña!”, y nomás por eso se me ocurrió que era el momento de presentar a Yesenia con su padre: siempre tan guapo en su uniforme verde olivo.

Era domingo, día franco para El Tigre. Recordé que de novios nos encontrábamos por el rancho de La Hormiga y de allí nos íbamos a pasear a Chapultepec y a comer. Me imaginé lo bonito que sería revivir con Yesenia aquellas tardes tan preciosas.

Sin pensarlo más agarré rumbo al cuartel. Como si no fuera suficiente el obsequio de llevarle a su hija, en el camino me detuve a comprarle a El Tigre una caja de galletas.

Con mi niña en brazos y el regalo en la mano esperé. El sol calentó y me provocó una jaqueca terrible. Yesenia se puso molesta y para alegrarla le decía que se contentara porque iba a conocer a su papá. Cuando al fin lo vi bajar por Constituyentes, pensé que el corazón se me iba a salir de tan fuerte que latía.

El Tigre me miró fastidiado, pero corrí a abrazarlo. Él apenas me tocó. Para granjeármelo le entregué la caja de galletas. Las recibió como si me estuviera haciendo un favor, sin pensar que para mí comprárselas había significado un esfuerzo muy grande: una docena de ropa lavada. No me di por vencida y le presenté a Yesenia: “Es tu hija. ¿Verdad que está preciosa? ¡Cárgala!” Se la ofrecí, pero él nada más se le quedó mirando y dijo: “Pensé que había sido un niño”. Me dieron ganas de llorar, pero me aguanté.

Un grupo de sardos pasó frente a nosotros y soltó una risita burlona. En cuanto se alejaron, El Tigre me ordenó que no volviera por allí y menos sin avisarle: “Me pone en ridículo. La próxima vez espérate a que te busque”. “¿Cuándo?” Respondió que no lo presionara, porque así no iba a ganar nada y menos que se casara conmigo. Por Dios santo que esa no era mi tirada. Fui a verlo porque deseaba que conociera a su hija y supiera por dónde corría su sangre.

Los niños desde recién nacidos se dan cuenta de todo. Pienso que Yesenia sintió el desprecio de su padre y por eso vomitó. No traía con qué limpiarla y le pedí a El Tigre que me prestara su pañuelo. En vez de eso me devolvió el regalo y corrió para subirse al camión.

II

No fue la única vez en que El Tigre huyó de nosotras. La sola ocasión en que no lo hizo fue la tarde en que lo mataron por defender a Yesenia. Actuó sólo por buena gente, sin imaginarse que estaba protegiendo a su hija.

La niña había cumplido 12 años y era ya muy bien formadita. Una tarde la mandé a comprar unos refrescos en la miscelánea de doña Jose. Cuando entró, una pandilla de muchachos se puso a molestarla y a decirle obscenidades. El cliente que estaba pagando unas cervezas les llamó la atención. Uno de los vándalos le dijo que no se metiera en lo que no le importaba, rompió una botella, se le fue encima y se armó el pleito.

Yesenia escapó de la miscelánea, regresó a la casa temblando y me dijo lo que estaba sucediendo a dos cuadras. Le pedí a mi comadre que llamara a una patrulla y corrí a la tienda de doña Jose porque temía que los pandilleros, drogados como siempre, la hubieran atacado.

Me tranquilicé cuando vi a doña Jose entre el montón de gente que rodeaba al herido. La pobre apenas tuvo fuerzas para hablarme: “Lo agarraron a botellazos sólo porque defendió a Yesenia. Si no ha sido por él, quién sabe qué le habría sucedido a su muchachita”.

Me acerqué al hombre tirado en el suelo. Era El Tigre. Cerca estaba su chamarra de mezclilla. La tomé y lo cubrí con ella porque él temblaba. No sé si me habrá reconocido, pero confío en que haya alcanzado a escuchar lo que le dije: “Salvaste a tu hija. Cumpliste con ella. Vete tranquilo”.

Por conocidos y hasta por él mismo, sabía que El Tigre andaba metido en asaltos y en el negocio del contrabando. Tal vez por eso siempre pensé que la suya sería una muerte violenta, pero nunca imaginé que ese destino iba a cumplirse cuando realizara la única acción noble de su vida: defender a su hija.

III

Siempre fui cavilosa, pero con la soledad y la vejez me ha dado por reflexionar mucho. Trato de imaginarme quién organiza las circunstancias que nos llevan a elegir un camino, quién fragua las coincidencias, quién señala el punto donde encontramos a personas que influirán en nuestra vida para siempre. Unas veces el orquestador de todas esas cosas es el diablo; otras, Dios. Él me ordenó mandar a Yesenia por los refrescos el mismo día y a la misma hora en que El Tigre se encontraba en la tienda de doña Jose.

Algo que comenzó de una manera tan sencilla tuvo un final trágico: el precio para que mi hija sienta orgullo de su padre. Tengo los recortes que aparecieron en La Prensa: “Héroe anónimo”. Los conservo junto con los retratos que El Tigre y yo nos tomamos en Xochimilco y en tantas otras partes adonde íbamos cada vez que nos reconciliábamos y me prometía cosas que nunca cumplió: darme su nombre, hacerse cargo de nosotras, buscarse un trabajo decente.

También me pregunto por qué, en vez de quedarnos en el cuarto de los hoteles, El Tigre insistía en que saliéramos a la calle. A lo mejor porque quiso dejarme algo de él en lugares que nunca desaparecerán y me lo recuerdan. No es voluntario, se da sin que me lo proponga: atravieso el Zócalo y parece que oigo sus pasos junto a los míos; voy a Xochimilco y tengo la impresión de que lo veo riéndose en una trajinera. Su presencia es siempre tan clara para mí que cuando voy a visitarlo al panteón imagino que estamos los dos juntos regando y removiendo la tierra de la fosa.

Desde que Yesenia me dio la noticia de que ahora sí vendría y decidí hablarle de su padre he estado pensando cuánto de lo que viví con El Tigre podré contarle. Ahora lo sé: nada más lo mejor. Quiero que cuando Yesenia regrese a Estados Unidos se lleve, junto con mis cosas que pienso regalarle de una vez, una imagen de su padre digna, fuerte, capaz de abarcar todos los años que nos duró su ausencia.

 
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