Un ecoturismo muy otro
Lo que sienten los mojados
Wolf-Dieter Vogel. El Alberto, Hidalgo. La luz del foco está brincando agitadamente de un árbol al otro. Desde las copas se apresura el deslumbrante destello hacia la oscuridad de la maleza. Sirenas de la policía resuenan. "¡Deténganse! Ustedes no deben cruzar el río", grazna un altoparlante en inglés quebrado. En el puente aparece una camioneta blanca, entre los árboles parpadean las luces rojas y azules de una patrulla. Se oyen tiros. "¡Agáchense! ¡Sigan juntos!", dice un hombre, que oculta su rostro detrás de un pasamontaña de lana negra. "¡No se muevan!" Buscando a las personas, el cono luminoso casi toca los cuerpos en la oscuridad. "Corran hasta la orilla del río, pero rápido, rápido!" ordena el enmascarado. De allí continúa el camino hacia "el otro lado", al norte del Río Bravo.
En realidad Texas, California y Arizona se encuentran
mucho más lejos de lo que el escenario nocturno deja vislumbrar.
Por lo menos mil kilómetros separan la frontera con Estados Unidos
del pequeño río y la cercana comunidad El Alberto. Sin embargo
los pobladores quieren informar de una manera extraordinaria sobre los
peligros de la migración. Con una caminata nocturna que simula el
paso fronterizo ilegal, los indígenas atraen semana a semana interesados
de la capital mexicana, que está a unas tres horas.
Carlos y Jenny se apuntaron. En su primera bajada a la orilla del río terminaron bastante mojados. Los dos estudiantes de medicina se encuentran en el lodo hasta las pantorrillas, y aún la luz de la lámpara sigue persiguiendo el grupo de 30 personas. Familias enteras participan, con zapatos sólidos y ropa impermeable andan adelante con dificultad. Carlos no tomaba muy en serio el asunto y se presentó en chanclas. Ahora tiene que luchar descalzo contra el lodo y conquistar cada metro de terreno. ¿Por qué participa voluntariamente en esta batalla con el lodo? "Por el afán de aventuras", comenta el chavo de 24 años, "pero sobre todo quiero experimentar qué significa para nuestros migrantes cruzar la frontera de ilegales".
Jenny recuerda a su padre que vivió en Chicago por muchos años. "Pero él tenía un permiso de trabajo." Otra suerte corrieron dos de sus tíos. "Ellos también tenían que buscar cómo pasar. Igual que nosotros ahora. O peor", dice la mujer de 23 años. Para pláticas largas no hay tiempo. "Vamos, vamos, tenemos que apurarnos", dice el encapuchado. Arriba de la pendiente, en la carretera, aparece de nuevo la troca blanca. "Salgan de ahí, sabemos que están por aquí," resuena la voz del altoparlante. "Apaguen las linternas", susurra el encapuchado, quien se presenta más tarde como Poncho.
"Cuando vamos al otro lado, donde no conocemos nada, tenemos
que confiar en alguien. No sabemos quién es, de dónde es,
así que no tiene rostro" explica Poncho. Y se esconde detrás
de la máscara negra. Como tantos de El Alberto él realizó
varias veces este viaje. La comunidad cuenta con 2125 habitantes, pero
solamente un poco más de un tercio vive en este pueblo de la sierra
árida de Hidalgo. Algunos buscaron su suerte en la ciudad de México
o en Tijuana. Pero la mayoría migró "pal norte", a Las Vegas,
Salt Lake City o Phoenix.
"¿Migrar? No. Afortunadamente no me toca eso", dice Carlos. "Nuestro futuro está en nuestro país." Entretanto, la bola de niños, mujeres y hombres llega a una carretera. Tras un recorrido nocturno de casi dos horas entre cactus, orillas de río lodosos y subidas pedregosas están agotados. En un rincón oscuro les esperan cuatro camionetas para llevarles unos cientos metros más adelante. En la parte trasera de la troca queda un momento para descansar. Y platicar.
A los pobladores de El Alberto no les quedó otra
opción que migrar. "Aquí no había condiciones para
sobrevivir. Todos se fueron después de terminar la escuela", dice
Poncho y tras un momento de silencio, habla de su juventud, de cuando andaba
descalzo y vestía harapos. "Hasta hace poquito El Alberto no aparecía
ni en el mapa. Quien nació aquí fue condenado a una vida
indigna". Sin embargo, el enmascarado comenta que hace diez años
de repente brotó un chorro de agua termal. Desde entonces este pueblo
de los ñahñúes sigue adelante. Con mucho esfuerzo
de trabajo comunitario construyeron el Parque Eco-Alberto: hay varias albercas,
un tobogán, un restaurant, una zona de acampar y cabañas
para los vacacionistas que vienen el fin de semana.
Los ñahñú de El Alberto organizan los deberes administrativos de su pueblo según la tradición, y así también se integran al trabajo social los miembros de la comunidad que ya migraron. Elegidos por la asamblea de la comunidad, regresan hasta por tres años para cumplir sin salario con los quehaceres comunitarios. Así lo hicieron el delegado Bernadino Bautista y el subdelegado Enrique Bolívar. Desde hace 20 años Bolívar trabaja en la construcción en Estados Unidos. Regresa regularmente a visitar a su familia. Ahora va a quedarse un año para cumplir con su cargo. "Queremos crear empleos para que la gente tenga un futuro aquí y que sean ellos los que decidan si se quedan o se van", explica. Menciona el nuevo muro que está en construcción en la frontera norte y el reciente rechazo del senado estadounidense de aplicar un estatus legal a los migrantes sin documentos. "No quieren que sigamos yendo." El delegado entonces señala con orgullo las milpas de maíz y plantaciones de granadas dentro de la floresta de cactus. "Todo eso lo regamos con la nueva bomba de agua."
También la caminata nocturna es un proyecto que intenta llevar adelante el desarrollo local. La participación en este recorrido poco común sale en 20 dólares e incluye la entrada al balneario. Son 68 personas que trabajan cada fin de semana en el espectáculo como coyotes, "agentes de la policía migratoria" o en la administración. "Hace tres años realizamos el primer recorrido", se acuerda Poncho. Hasta hoy la iniciativa no tiene el favor de las autoridades. Dicen que con la caminata se entrenaría a la gente para cruzar ilegalmente la frontera. "Es totalmente absurdo", reacciona Poncho. "Nuestro entrenamiento consiste en fortalecer a la gente para que se quede. Queremos concientizar a los participantes de los riesgos que implica el camino hacia el otro lado."
Mientras tanto la migra se acerca bastante. En el último momento la mayoría de los caminantes nocturnos logran esconderse en la maleza. Esperan agachados, nadie habla. Afuera de los arbustos dos hombres, vestidos en uniformes de camuflaje, iluminan agitadamente con sus linternas, buscando a los supuestos migrantes. De repente, unos gritos penetran el silencio de la noche. Dos hombres están arrodillados en el suelo. Los agentes les pegan, les atan y les llevan como presos. Poco después Poncho anuncia el cese de la alarma. En grupos pequeños sigue la marcha, primero los niños, después las mujeres y al final los hombres. Al borde de la carretera se encuentra un hombre que parece sin vida; es un símbolo para acordarse de las miles de personas que perdieron la vida en el camino al norte.
Agotados, beben una taza de café. Son las tres
y media de la madrugada. "Tuve mucho miedo", dice Emma Hernández.
Sin embargo está contenta. "Me atreví a hacerlo." La joven
mujer participó con su hijo de cinco años. "El padre del
hijo vive en los Estados Unidos, y quise mostrarle qué tenía
que aguantar su papá." Carlos también está contento.
"Es una experiencia extraordinaria" opina. "Aun sin zapatos me mantuve
firme hasta el fin". Mañana por la mañana sigue su programa
de turismo, un recorrido en lancha, a plena luz del día y sin persecución.