El delirio del poder
En un país de asesinatos políticos, batallas palestinas y constantes crisis políticas, parecía una idea romántica enviar un pie de la bugambilia color lavanda que tengo en mi terraza en Beirut a un amigo en el extranjero. Corté, pues, un brote pequeño y lo llevé a DHL para que lo enviara. Nada más sencillo, se diría. Pero, desde luego, no contaba con el Estado.
Horas después se me convocó a la oficina de la mensajería, donde me informaron con solemnidad que había un problema. Si cortaba los pétalos individuales, podía meterlos en un sobre y se irían sin problema. Pero si los dejaba en el tallo, con todo y ramitas, necesitaría un permiso de exportación del Ministerio Libanés de Agricultura. ¡Aaag!
El razonamiento era sencillo, claro. Por desastrosa o absurda que sea la realidad, la maquinaria del poder debe continuar ejerciendo su maligna influencia sobre nuestra vida. La preservación de la autoridad es infinitamente más importante que nosotros; su integridad está apoyada por enormes cantidades de dinero y trabajo, aunque probablemente no valga nada.
Esto me recuerda un hobby que en un tiempo cultivábamos los estudiantes de Kent: enviar reportes de recepción –era inevitable que los llamáramos “doble erres”– a estaciones de radio de Europa oriental durante la guerra fría. No nos importaba que estuviéramos ayudando a la serpiente comunista a propagar su veneno por los hogares de Inglaterra.
Escuchábamos con arrobada atención las transmisiones en inglés de Radio Moscú o Radio Praga, Radio Varsovia o Radio Sofía –y en ocasiones, aunque parezca increíble, hasta Radio Tirana– y luego enviábamos una tarjeta postal a la Bestia Comunista para informar si algún tedioso programa sobre la industria del acero en Bulgaria, la agronomía polaca o las granjas agrícolas soviéticas resultaba audible. ¿Había mucha estática? ¿Tal vez algo de distorsión? ¿O bien esa babosada cruzaba la cortina de hierro con prístina claridad una noche de jueves?
A cambio, los productores de esas espantosas ficciones nos enviaban rimeros de libros y revistas, la mayoría saturados de estadísticas, o de fotografías de sonrientes campesinos, esclavos industriales o radiantes autócratas. Pocos de nosotros desconocíamos las muy amadas facciones de Todor Zhivkov o Walter Ulbricht o, de hecho, de todo el comité central del Partido Comunista de la Unión Soviética. Pobres carteros del Pacto de Varsovia.
La literatura polaca llegaba por tonelada: pesados volúmenes con granulosas fotografías del tiempo de la guerra, que mostraban la destrucción de Varsovia y vinculaban la villanía del nazismo con el gobierno supuestamente fascista de Adenauer y otros lacayos occidentales. Los checos eran, con mucho, los más inteligentes: mandaban libros de impecable producción sobre las obras maestras de las galerías de arte de Praga.
Desde luego nosotros, estudiantes engreídos, creíamos que nuestros “doble erres” se analizaban en la sesión plenaria de todas las sedes de partidos. Tal vez así era, y el cielo sabe qué pensaría el servicio de inteligencia británico de esta conspiración de los alumnos de las escuelas más caras de Kent. Me gustaba imaginar que, desde Postdam hasta los Urales, legiones de trabajadores estajanovistas* trepaban con enormes transmisores bajo los pálidos cielos de Europa oriental (con copias de mis doble erres en mano, por supuesto) para manipular las torres y postes gigantescos que enviaban al mundo su mensaje socialista.
Una vez incluso envié un doble erre a la entrañable Radio Eireann de Dublín, sólo para recibir una fúnebre postal en blanco y negro en la que me informaban que no necesitaba enviar más. Los irlandeses, por supuesto, habían captado la idea: todo el fandango era una completa pérdida de tiempo, de la misma forma en que el sistema propagandístico de Europa oriental, con su costo de miles de millones de dólares, no convirtió a un solo capitalista a la causa de la revolución mundial. Todo era un fraude, soñado por los burócratas comunistas para felicidad de otros burócratas comunistas.
Supongo que en Gran Bretaña tocábamos la misma tonada. Recuerdo cómo, cuando íbamos en el viejo auto de la familia con mamá y papá, Peggy Fisk usaba su nueva cámara de cine para filmar los bosques de misiles antiaéreos pintados de blanco, pero totalmente al descubierto, que se levantaban a un costado de la carretera. Hasta hacíamos días de campo al lado de cuarteles de la Real Fuerza Aérea en Lincolnshire mientras mamá filmaba gozosamente cuanto bombardero Vulcan cruzaba como flecha el aire para amenazar al monolito soviético (y a todas esas estaciones de radio) con su poder nuclear. Y sí, todavía tengo esas películas. Pero, ¿qué le habría pasado hoy que libramos la “guerra al terror”?
Porque, hasta donde sabemos, este conflicto espurio en particular es nuestra versión más reciente de la guerra fría, como descubrí en una entrevista con una periodista española y su fotógrafo en Londres, hace unos meses. Nos habíamos encontrado por casualidad en Paddington; hablamos de mi afición infantil a los ferrocarriles y le sugerí que el fotógrafo me tomara una foto junto a una locomotora. Caminamos hacia un andén donde estaba por partir un tren Londres-Oxford. Luego de dos instantáneas, dos agentes de la policía británica del transporte llegaron y nos ordenaron dejar de sacar fotos. Uno dijo que “no estaba permitido” a causa de la “campaña terrorista”. Tuve vívidas imágenes de un nido de militantes de ETA recortando nuestras fotos del Titfield Thunderbolt y empacando su equipo explosivo antes de dirigirse hacia Paddington.
Son ésas las tonterías de la policía que más disfruto. Y con razón. Porque el mes pasado, al anunciar la brillantez de la nueva terminal del Eurostar en Saint Pancras, casi todos los diarios de Gran Bretaña mostraron enormes fotografías aéreas de toda la red ferroviaria, puntos de transbordo, tableros de señales y patios de maniobras fuera de la estación.
Sentí pena por el vulnerable Titfield Thunderbolt de Paddington. Porque, después de todo, ningún terrorista soñaría con atacar el Eurostar, o con estudiar el sistema de vías de Saint Pancras desde el aire, ¿o sí? Las palabras “no está permitido” no cruzaron los labios de los chicos de azul cuando se enfrentaron a la campaña comercial de lanzamiento de la nueva terminal del Eurostar.
Y de eso se trata, supongo. Creamos monstruos y luego –en bien del dinero o de la democracia– los desmantelamos en silencio. De cara al mal y a la incipiente guerra civil, construimos transmisores por miles o cohetes por millones. Nuestros gobernantes están felices. Tienen poder. Y eso es lo que importa. Así pues, recuerden esta mañana mis doble erres y ese pie de bugambilias de mi balcón.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya