Presidencia fuerte, presidente acotado
Parece una contradicción: una Presidencia fuerte, y un presidente acotado. Y sí lo es, pero es real y vale la pena explicarlo. En los años 70, Jorge Carpizo habló en una de sus obras fundamentales (El presidencialismo mexicano) de las “facultades metaconstitucionales” del presidente de la República con un neologismo que, como el de sociología de Comte, mezclaba una raíz latina con una griega, sólo que ahora al revés. Alguna vez le comenté a Carpizo que esas no eran “facultades”, sino abusos del poder. Una facultad de un funcionario público la establece una ley o la Constitución. Los abusos del poder son sólo eso: un ejercicio no contemplado y, desde luego, no permitido por nuestro orden jurídico. El me dijo que lo que quería explicar era que el mismo orden constitucional permitía tales abusos y, por supuesto, le dije que eso era ciertísimo.
Ya en su origen, siguiendo la convicción de Carranza de que era indispensable una Presidencia fuerte para poder conducir el país y reordenarlo después del triunfo de la Revolución, nuestra Constitución dio al presidente, en la letra, facultades que en cualquier régimen constitucional son de excepción, extraordinarias, sin apelación posible y sin recurso alguno en manos de los otros dos poderes constitucionales para impedir su uso. Con el tiempo, a través de las innumerables reformas a la Carta Magna, esas facultades de excepción se fueron ampliando y aumentando. El problema esencial era que no había modo de controlar al Ejecutivo ni política ni constitucionalmente. Ni el Legislativo ni el Judicial estaban armados para parar, dirigir o someter a escrutinio las decisiones y las acciones del Ejecutivo.
Aparte de eso, dado el enorme vacío de una buena contraloría, el presidente se permitía hacer lo que no estaba escrito en las leyes ni estaba instituido por la Constitución. Digamos, por caso, si alguien lo molestaba o no le gustaba lo mandaba eliminar. Incluso ni siquiera hacía falta, porque alguien sabía qué se debía hacer si sólo se insinuaba. Héctor Aguilar Camín me contó en alguna ocasión que Carlos Salinas de Gortari, apenas llegado a la Presidencia, le dijo que estaba impresionado del poder del presidente, porque bastaba que, enfadado, golpeara con la mano la mesa para que alguien se aprestara a tomar medidas cuando se mencionaba a alguien que no le gustaba. A eso se llama abuso discrecional del poder (inclusive cuando no hay intención alguna). El derecho se define como facultad correlativa de una obligación, todo lo cual está establecido en la ley.
Desde los tiempos de Zedillo experimentamos lo que a algunos les encanta presentar como “Presidencia acotada”. La expresión la he usado también, porque vale para definir las nuevas realidades que ha producido la reforma política. Eso sólo quiere decir que el presidente ya no puede abusar del poder como lo hacía antes. Ahora todo mundo puede saber lo que hace (incluso robarse el dinero público y embellecer sus propiedades o enriquecer a sus parientes impunemente) y puede ser que ahora sienta mayor vergüenza al abusar del poder. Eso le puede causar problemas, meter a su partido en entredichos que no podría solventar, producirle mala imagen, embarazar su acción política hasta hacerla perder efectividad, hacerle difícil, cuando no imposible, encontrar apoyos para sus propósitos de gobierno. En fin, se siente vigilado. Pero lo más importante: ahora tiene enfrente dos poderes de la Unión, el Legislativo y el Judicial, con los que tiene que entenderse y que pueden entorpecer sus actividades. Todo eso es a lo que se le viene llamando “acotamiento”.
Sería, empero, una vana ilusión asegurar que el presidente no puede ya abusar del poder. Hemos tenido demasiados ejemplos dramáticos que nos ilustran al respecto como para decir que el titular del Ejecutivo tiene las manos atadas para hacer lo que le venga en gana. No es así. Yo, por lo menos, no encuentro diferencia alguna entre Fox y los últimos presidentes priístas en cuanto a abuso de poder. Se enriqueció a manos llenas, como ha salido a la luz pública recientemente; favoreció a sus allegados y a sus parientes para que se enriquecieran del mismo modo; se le permitió, sin que ningún poder constitucional se lo pudiera impedir, abusar del poder en contra del jefe de Gobierno del Distrito Federal al intentar desaforarlo y se le permitió también abusar del poder para combatir su candidatura a la Presidencia de la República. Nadie lo pudo impedir. Tenía los apoyos necesarios: los que le daba la santa alianza que coincidía con sus propósitos (empresarios, medios de comunicación, Iglesia católica, reaccionarios católicos y fundamentalistas como Pro Vida, derechas políticas, etcétera).
El gobierno de Calderón no escapa a esa problemática. Ya ha dado muchas muestras de abuso del poder (como el empleo de las fuerzas armadas de la nación en acciones de policía) y tiene tantas dificultades para gobernar el país que para todos es claro que no puede hacerlo o lo está haciendo a empellones y pujidos. Pero el problema fundamental no está en la política de hoy día, sino en nuestra obsoleta y limitada regimentación constitucional. Con todo y que la Presidencia de la República está cada vez más “acotada”, el hecho es que sus facultades siguen en el texto de la Constitución sin que hasta ahora se les haya cambiado ni una coma. Son facultades que propician el abuso del poder. Parece cosa de poca monta, pero ése es, justamente, nuestro problema: mientras sigamos con un régimen político en el que es imposible controlar constitucionalmente (y no sólo de facto) los actos del Ejecutivo, los abusos no tendrán fin.
La reforma del Estado que no avanza es ahora más necesaria que nunca antes. Sin ella no tenemos modo de enfrentarnos a una absurda realidad en la que el presidente no puede ser controlado (“acotado” o no), porque la misma Carta Magna le da pie para abusar del poder. La reforma del Estado debe consistir, en primerísimo tiempo, en redefinir las facultades constitucionales del presidente y en impedir, por todos los medios, que abuse del poder. Otra cosa es poner a su disposición todos los instrumentos legales para que pueda gobernar con eficacia, de lo que me ocuparé también en otra entrega. La contradicción enunciada al principio se resuelve así: el presidente “acotado” sigue abusando del poder.