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Vicios de loro
El crimen de drogar a los animales
El 28 de septiembre de 2006 Efe reportó el caso de una campesina polaca de la aldea de Lobza, provincia de Szczecin, que fue detenida por cultivar mariguana. En la comisaría, la mujer, de 55 años, explicó que usaba esa verdura ilícita para tranquilizar a sus vacas: “No sé por qué, son muy locas, siempre están dando brincos y corriendo; en una ocasión, una me fracturó un brazo”, argumentó en su defensa, ante las miradas presumiblemente escépticas de los gendarmes. Cuando leí la noticia sentí una oleada de simpatía hacia la señora porque en algún momento de mi vida estuve no muy lejos de pasar por una circunstancia semejante.
Ocurrió así: un amigo muy querido que se iba a vivir fuera del país me dejó a su loro: un animal entrañable y neurótico que no necesitaba pronunciar una sola palabra para comunicar sus deseos con toda claridad. Ladraba como perro cuando tenía hambre y sollozaba como bebé cuando andaba necesitado de ternura. Desde los primeros días de ausencia de su amo original, el bicho exhibió síntomas inconfundibles de depresión: dejó de comer, de proferir onomatopeyas y de treparse por los barrotes de su jaula. Se fue quedando parado en un rincón de su palo y una mañana empezó a arrancarse las plumas más hermosas de la cola. Entendí que el animal padecía el síndrome de abandono amoroso. Es que los pericos son aves monógamas y se buscan una pareja con la cual pasar la vida, aunque el ser amado no necesariamente será del sexo opuesto ni de la misma especie: cuando se encuentran en cautiverio, no es infrecuente que elijan a su amo como cónyuge, y eso explica por qué muchos loros domésticos se relacionan mal con todas las personas de la casa menos con una; se abstienen de picar al dueño o dueña de su corazón y desarrollan en torno al ser amado un comportamiento notoriamente celoso y posesivo.
El perico de esta historia no tenía intención de serle infiel conmigo a su amo original y deseaba morir. Como último recurso, lo llevé a tierras cálidas y tropicales con la esperanza de que la evocación de su hábitat natural lo reanimara un poco. Partimos, él y yo, a una casa de campo, donde me dispuse a trabajar por unos días, y me preparé para lo peor: si el clima no surtía efectos positivos en el plumífero, habría que proceder a la eutanasia y le retorcería el pescuezo para abreviarle la agonía. Un colega con el que tenía proyectos pendientes y al que le daba por fumar cosas prohibidas me visitó en mi retiro campestre. Entre una sesión y otra de trabajo le platiqué la circunstancia desesperada de mi mascota. Vio al loro, casi inmóvil, empeñado en despedirse de este mundo, y propuso: “Probemos con un toque”. No me negué, porque lo más que podía pasar era que al ave se le dulcificara la muerte, y nos pusimos manos a la obra. Habida cuenta de que los loros no fuman, optamos por el método conocido como hornazo: cubrimos la jaula con una manta y entonces mi amigo encendió una bacha y exhaló el humo en el habitáculo improvisado. El milagro ocurrió en cosa de dos o tres minutos: el perico empezó a gritar, muy enojado de que lo ahumaran como si fuera jamón, abrió con el pico la puerta de su jaula, trepó por el exterior de ella y al poco rato ya volaba y graznaba por toda la casa. Lanzó unas cacas sobre nuestros papeles, aterrizó cerca de su vivienda, se introdujo en ella y se puso a comer con un hambre de náufrago.
La euforia le duró hasta la noche, y a la mañana siguiente amaneció de nuevo marchito. Mi colega compartió con él sus sahumerios posteriores al desayuno y el animal volvió a la vida. Cinco horas después estaba postrado. Lo reanimó una dosis más, y así pasó esos días, con subidas y bajones al ritmo del consumo de cannabis de mi cuate. Cuando concluimos el trabajo pendiente mi amigo se dispuso a marcharse y yo me alarmé. “No te puedes ir –le dije–. El loro te necesita.” Me respondió que no podía quedarse más y me sugirió que me encargara yo mismo de suministrarle los humos vitales al animal. “Llévatelo contigo –rogué–. No me voy a volver mariguano sólo para salvarle la vida a un pinche loro.” Así, mientras el emplumado volvía al pozo de la depresión, nosotros cavilábamos y regateábamos en forma frenética. Entonces mi amigo dio con la solución: condimentar la comida del pájaro –la base de su dieta era una mezcla de alpiste con semillas de girasol, mijo y linaza– con semillitas de cannabis. Tomé una y la puse al alcance del pico del animal, que pasaba por un momento bajo. Éste dudó unos momentos, se animó a probarla y emitió un silbido de aprobación. Le ofrecí un puñado y lo devoró. Al poco rato estaba –literalmente– volando.
No quería hacerles el cuento largo, pero temo que ya no hay remedio. Cuando el loro y yo volvimos a casa convoqué a dos o tres usuarios habituales de mariguana, les expuse la situación y les pedí que me guardaran las semillas. Accedieron con una generosidad conmovedora y de esa forma organicé la red de abastecimiento que mantenía con vida al perico, el cual, al cabo de los meses, se olvidó de su viejo amor y me adoptó, no sé si como pareja sentimental o como mero proveedor; los loros suelen ser bichos convenencieros. En apariencia, todo transcurría en calma y armonía, aunque algunas noches me desvelaba la preocupación de ser detenido en posesión de semillas de cannabis. En esas ocasiones imaginaba las carcajadas de los policías cuando les explicara que eran para estricto consumo personal de mi mascota; me levantaba de la cama a las dos o tres de la madrugada y me ponía a hojear el Código Penal como quien consulta su destino en las cartas del Tarot; me veía a mí mismo encarcelado y me preguntaba si obtendría autorización para introducir en la mía la jaula del perico y me alarmaba ante la disposición que agrava la sentencia a quienes “sin mediar prescripción de médico legalmente autorizado, administre a otra persona, sea por inyección, inhalación, ingestión o por cualquier otro medio, algún narcótico”, en la inteligencia de que “las penas se aumentarán hasta una mitad más si la víctima fuere menor de edad o incapaz de comprender la relevancia de la conducta”.
Seguramente, a las autoridades encargadas de combatir las sustancias ilícitas les encantaría que esta historia terminara con un loro muerto por sobredosis y un corruptor de animales recluido por largos años en una prisión. Sería moralizante e ilustrativo de los peligros que entrañan los estupefacientes, pero las cosas ocurrieron de otra manera. Un buen día, frente al edificio donde vivíamos el drogadicto y yo, se estacionó un pajarero que llevaba, entre docenas de cosas emplumadas, un perico más robusto que el mío, aunque de uniforme muy parecido, y lo compré sin regatear. Cuando entré al departamento con el nuevo inquilino, el Cupido de los loros se puso en acción y procedió a lanzar un flechazo que unió de inmediato a ambos animales. El mariguano no volvió a necesitar los condimentos especiales en su comida y yo, desplazado de golpe en su corazón, tiré al inodoro las existencias que me quedaban de semillas de mota. Poco después regalé a la pareja (nunca supe, por cierto, si eran bugas o si eran gays o si eran lesbianas) y no volví a sacar del anaquel mi ejemplar del Código Penal. Por si las dudas, déjenme poner que todo lo dicho aquí es ficción y que cualquier parecido con sucesos, personas o loros reales es mera coincidencia.