Historias palaciegas
Pocos edificios están tan ligados a nuestra historia como el Palacio Nacional, que ocupó las que habían sido las casas del emperador Moctezuma, en realidad un fastuoso palacio en el que habitaban cerca de mil personas. Tras la conquista, ya hemos comentado que con muy buen ojo se las adjudicó Hernán Cortés, ya vislumbrando vendérselas algún día a la Corona, para que fuera la sede del gobierno virreinal, lo que efectivamente realizó su hijo Martín Cortés. Después de la Independencia se convirtió en Palacio Nacional y así desde su nacimiento hasta la fecha ha venido siendo el símbolo del poder político, aunque desafortunadamente desde que se construyeron Los Pinos, que supuestamente sería la residencia oficial, los últimos gobernantes han ido abandonando el histórico recinto, situación muy lamentable, que ojalá el actual gobierno rectifique y por lo menos unos días a la semana trabaje ahí el Presidente. Sería una buena manera de conmemorar el bicentenario, ya que Palacio Nacional ha sido protagonista importantísimo en todos los acontecimientos independentistas.
Aquí vivió el primer presidente que tuvo el México Independiente: Félix Fernández, quien tomó el nombre de Guadalupe Victoria. Su vida, plena de avatares, lo convierte en personaje de novela, la cual para nuestra suerte ya escribió Eugenio Aguirre, publicada por Editorial Planeta. El libro nos brinda horas de una lectura amena e interesantísima. Durante el tiempo que tuvo su residencia en Palacio Nacional, el presidente Victoria invitó a vivir al polémico y notable fray Servando Teresa de Mier, cuya existencia supera cualquier libro de aventuras. El origen de sus peripecias fue un discurso que predicó en la Basílica de Guadalupe el 12 de diciembre de 1794, inspirado en las investigaciones fantásticas de un tal licenciado Borunda, en el cual sostenía que la imagen de la Virgen de Guadalupe no se había estampado en la tilma del indio Juan Diego, sino en la capa del apóstol Santo Tomás, que supuestamente estuvo por tierras mexicanas antes de la llegada de los españoles predicando el Evangelio, y era ni más ni menos que el legendario Quetzalcóatl.
Tal audacia le costó al pintoresco fraile caer preso, primero en el convento de Santo Domingo y después en San Juan de Ulúa, de donde fue enviado a España. A la llegada se fugó, lo atraparon, huyó a Francia, pasó por Italia, Inglaterra y Estados Unidos, siendo apresado y escapando en varias ocasiones. En Londres conoció y animó al español Francisco Xavier Mina a venir a México, para luchar por la Independencia. En sus memorias cuenta sus aventuras y la manera en la que finalmente regresa a nuestro país, ya independiente, y es electo diputado por su estado natal, Nuevo León.
Los últimos tres años de su vida los pasó en Palacio Nacional rodeado de reconocimientos y con una buena pensión. Su habitación estaba en el entresuelo del lado sur. Ahí falleció serenamente, en su cama, rodeado de sus libros, después de haber hecho en carruaje un recorrido por las casas de sus amigos, para invitarlos a asistir a su extremaunción. Fue sepultado en una capilla detrás del altar mayor del templo de Santo Domingo, un frío diciembre de 1827. Décadas más tarde durante una remodelación, aparecieron unas momias que fueron adquiridas por un circo que las estuvo paseando por todo el país, hasta que se descubrió que una de ellas era fray Servando, situación que seguramente no le desagradó al fraile, que hasta en la muerte se mantuvo fiel a su espíritu aventurero.
Entre los presidentes que habitaron Palacio Nacional entre 1810 y 1864 recordamos a Miguel Barragán, Anastasio Bustamante, Melchor Múzquiz, Manuel Gómez Pedraza, Valentín Gomez Farías, Antonio López de Santa Anna, Mariano Arista, José Joaquín Herrera, Manuel Paredes Arrillaga, Mariano Salas, Pedro María Anaya, Manuel María Lombardini, Rómulo Díaz de la Vega, Juan Álvarez, Ignacio Comonfort y Manuel Robles Pezuela.
Hay infinidad de anécdotas del paso de estos personajes por el emblemático edificio. Recuerdan las crónicas a Juan Álvarez, hombre modesto y bonachón, que se sentó por vez primera en 1855, en la silla presidencial. Emocionado se dejó caer de golpe y como era de mullidos resortes se hundió y al momento botó hacía arriba con fuerza; asustado y furioso comenzó a exclamar ¡traición!, !traición!, sospechando un atentado.
Con esta anécdota terminamos, pues ya es hora de los sagrados alimentos y el consabido aperitivo. Se nos antoja algo muy mexicano, así es que vamos a la Hostería de Santo Domingo, en su colorida sede de Belisario Domínguez 72, a botanear con unas quesadillas de flor de calabaza y huitlacoche, en tortillas de maíz azul y después un mole de olla, que aquí es inigualable. Los postres, ya sabe, los de las abuelas: capirotada, huevo real, arroz con leche, chongos... ¿se puede pedir más?