Usted está aquí: domingo 7 de octubre de 2007 Opinión El empate y el embate

Rolando Cordera Campos

El empate y el embate

No se puede llamar normalidad democrática a lo que ocurre, pero tampoco parece aconsejable cultivar la idea de que una crisis final nos acecha. Lo que resalta es más bien una calma chicha alterada por posibilidades de brisa en las que pocos creen y muchos más bien prefieren entender como celadas disfrazadas de oportunidades engañosas para romper el empate político.

Tal vez sea éste, el empate, lo que mejor defina la circunstancia. Sin haber despejado los enigmas que nos planteó la elección presidencial, nos acogemos a imágenes o suposiciones, a lo que nos quedó en la memoria o a lo que el interés particular nos dicta. Así ocurre, por ejemplo, con quienes muchas veces sin decirlo esperan la crisis final del régimen o el colapso del gobierno, sin hacer explícitas sus hipótesis sobre lo que seguiría de tal acontecimiento, para el que no contamos con antecedentes cercanos ni elementos institucionales presentables a la sociedad en su conjunto.

En el otro extremo, el de la satisfacción con lo hecho y ganado, tampoco se asoman iniciativas que permitan vislumbrar vías compartibles por los actores políticos y, quizá lo más importante, por las amplias capas de la población que mantienen la sospecha o la certeza de que fuimos objeto de una descarada imposición política sustentada en el abuso del poder constituido y de los poderes de hecho, y sin que este abuso haya sido reconocido y mucho menos servido para que por la vía jurisdiccional y político-constitucional se enmendara el entuerto.

Pudo haber habido o no un fraude elemental con las boletas o las urnas, pero insistir en que el conflicto se finiquitó y condenar sumariamente la hipótesis de que en las elecciones se actuó por fuera o en contra de la ley por parte del presidente Fox y de los círculos del dinero y de las mafias corporativas, es llevar demasiado lejos la lectura formalista y letrista de nuestra institucionalidad. Hasta el punto de cerrar los ojos a lo que el propio Tribunal Electoral reconoció explícitamente y ahora algunos consejeros del IFE admiten a su modo.

El inicio de la reforma del Estado por el sendero electoral ha sido alentador pero todavía insuficiente para imaginar que por esta ruta podemos dejar atrás el pantano.

La embestida de las grandes empresas de medios, y la facilidad con que muchos cayeron en la burda fabricación de que la reforma no era sino el embuste de la partidocracia para apoderarse del IFE y luego de todo lo demás, nos hablan de una trabazón política a varias bandas que de continuarse dañará el tejido político e institucional con que se cuenta, y afectará la trama económica y social en momentos en que el ciclo económico y la turbulencia internacional acentúan su fragilidad.

De este panorama surge la urgencia de apresurar el paso de la reforma, a la vez que de convocar a los actores políticos a arriesgar y explorar caminos para el acuerdo social. Sin éstos, la política se desgasta en el corto plazo y en la riña por recursos cada vez más escasos, que no pueden crecer precisamente por la precariedad del entendimiento.

Puede insistirse en que está en el interés de todos, salvo de unos cuantos aventureros de la riqueza o del terror, no abrir la tapa de la Pandora clasista y convocar a la confrontación en bloque. Pero a la vez, hay que admitir que el país se quedó sin foros creíbles para una deliberación que tiene que ir más allá del ajuste electoral y buscar una concertación económica y social sometida a la restricción democrática.

Romper el empate político convocando a la guerra de clases, como lo hacen ahora algunos empresarios y funcionarios del gobierno, no lleva sino a una mayor corrosión de la democracia. Para evitarlo, e impedir que contamine las relaciones sociales básicas, parecería llegada la hora de que partidos y Congreso convocaran al examen serio de la coyuntura para sacar las conclusiones pertinentes para una nueva estrategia nacional.

Perdidos en la transición, corremos el riesgo de acostumbrarnos a no estar en ninguna parte, hasta que el temporal internacional que viene, del norte y desde el sur, revele el triste inventario de nuestras capacidades perdidas. En particular, aquel pragmatismo histórico que nos permitió construir un Estado y una economía en desarrollo en medio de una adversidad que en los años veinte del siglo pasado se manchaba de sangre sin previo aviso.

 
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