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Ampliar la imagen Elfriede Jelinek, escritora austrica y Premio Nobel de Litearatura 2004, en imagen tomada del libro La palabra disfrazada de carne, publicado por el sello Gato Negro
Con la publicación de ensayos inéditos de Elfriede Jelinek –de los cuales La Jornada ofrece aquí uno de ellos como una primicia para sus lectores–, la editorial Gato Negro inicia su trabajo, cuya primera iniciativa es presentar una selección de ensayos y obras literarias de autores mexicanos y universales. El título inaugural, La palabra disfrazada de carne, es la primera reunión de ensayos autorizada por la escritora austriaca, Premio Nobel de Literatura 2004. Las versiones en español fueron realizadas por traductores mexicanos y coordinadas por Herwig Weber. Los ensayos que forman esta antología abarcan los temas centrales de la obra de esta autora: el poder, la mujer, el cine, el teatro, la música y el sicoanálisis. Les precede una presentación escrita expresamente por Jelinek para esta edición.
Siento como si, desde que aprendí a leer, no hubiera hecho otra cosa, y como si a partir de entonces cualquier otra actividad me pareciera un desperdicio de tiempo. Es como si entrara en algo tosco (sobre todo en lo que respecta al contacto con la gente); probablemente todo esto sea sólo culpa mía: que leo para no tener que vivir (y por eso también escribo). Y leo muchas novelas policiacas, en las cuales otros tienen que cerrarse a la vida antes de tiempo, violentamente, así como yo pienso en poder cerrarme al tiempo leyendo; también leo basura, revistas trash, da igual qué, pero siempre tiene que haber algo impreso delante de mis ojos, porque no se me ocurre nada más acorde con mi vida. La lectura es para mí la ropa chic de la vida, me queda y se adhiere a mí. Otras personas pueden entrar en uno violentamente como espinas, pueden destruirlo a uno, pero uno puede sobrevivir pensando en lo incierto de las letras. Esto es un juicio. Cuando uno no ve otra cosa que letras, entonces no lo ven a uno los otros que al acercarse se revelan como no letras. Mi padre era justamente así. Sólo puedo recordarlo con un libro frente a sus ojos. O con un periódico. Existen los que hacen y los que leen, me parece. Yo soy inactiva pero leo, y no soy ilegible. Y en eso entro en una especie de estado paradójico: mi grado de concentración oscila dependiendo de la apreciación que hago del material de lectura, pero casi de manera grotesca. Por ejemplo, leo filosofía como un ave de rapiña. Algo hojea monótonamente las hojas, demasiado tarde me percato de que soy yo, y de pronto me lanzo con un grito inaudible a una parte del texto que recién he advertido, la arranco, todavía chorreante de sangre, repugnante, y me la apropio, el jugo se me escurre por la barbilla, esto que hago no se ve nada bien, e inmediatamente después (algo que ocurrió tan rápido tiene al menos que regresar y quizá luego quedarse) veo si puedo usar algo de ello, y lo fijo con concreto en mi propia escritura, como antes enterraban seres vivos en los cimientos de edificios; para que dure más tiempo el edificio, supongo. No creo que mis escritos duren más tiempo sólo porque he enterrado en ellos un pedazo de carne de Heidegger o de Nietzsche, ni siquiera lo he hecho de manera furtiva, aunque sí lo he robado, y después los germanistas pueden jugar a olfatearlo, lo que no deberían hacer y sin embargo siempre hacen. Tal vez lo hacen porque continuamente les pego por esto en los dedos. Por otro lado, leo una novela policiaca o alguna otra cosa por diversión, y mira lo que pasa: involuntariamente, después de casi cada párrafo regreso con los ojos a su principio, y lo vuelvo a leer, lo leo por decirlo de algún modo avanzando y retrocediendo (esto tendría que hacer con los caminos del pensamiento, caminarlos una y otra vez, entonces sería por fin más lista, y eso también sería más listo), hasta que al final he leído todo dos veces, lo que resulta totalmente inútil, porque de todas formas releo mis libros preferidos, no digo cuáles, o debería hacerlo, no, no lo digo, ninguna intimidad aquí, esto me avergonzaría incluso frente a mí misma, pues estoy sola conmigo, ya que de por sí releo mis libros favoritos una y otra vez, y esas veces, doblemente. ¿Tal vez justamente para anular la impresión anterior? Pues se dice que queda mejor lo que se hace dos veces, quizá leo estos libros porque no debe quedar nada. Tengo tanto miedo de esto que debería retener, que casi no me atrevo a mirarlo. Evito con los ojos los libros que tengo que retener (o al menos debería), por decirlo de algún modo sólo los leo de paso o sólo rápidamente, arriesgando un parpadeo, como si cayeran columnas, columnas paralizadas de sal, todas copiadas toscamente de mi figura, las cuales se lanzan sobre mí como algo enorme y oscuro, me aplastarían si yo las viera demasiado tiempo y tendría que reconocerme viéndolas como algo que ni siquiera existe. Por eso no puedo meterme con demasiada precisión. Las miradas pueden matar, y la lectura puede destruir. Yo tengo que hacerlo continuamente, como dije antes, pero con mucho cuidado, porque si no podría devolver el golpe. Yo sé en qué parte me siento segura (de la página 3 a la 428 o algo así), donde al leer no me puede pasar nada. Si mirara demasiado tiempo, algo como una viga me golpearía en el ojo y tendría entonces que dejármela quitar a duras penas por otro. Y el otro nunca está. Justamente esto es lo que exijo de manera tajante.
Artículo aparecido en Literaturen, número 10, 2005.
Traducido por Rosario Vázquez Lozano