Usted está aquí: jueves 4 de octubre de 2007 Opinión El Centro y el elitismo

Adolfo Sánchez Rebolledo

El Centro y el elitismo

En las semanas recientes, las disputas ideológicas en el seno del panismo han aflorado con importantes repercursiones políticas. Más allá de las palabras, el litigio se reduce a saber quién controla el partido y cómo han de ser las relaciones entre éste y el gobierno. Tanto las declaraciones de Espino como la candidatura blindada de Germán Martínez Cázares, el discurso presidencial ante los “300 líderes”, la propuesta de otorgar la medalla Belisario Domínguez a Carlos Castillo Peraza y el rechazo público (aún no asimilado) a la ostentación foxista de sus bienes, forman parte de esta singular lucha interna cuyas ramificaciones internacionales ya han tocado las puertas de la democracia cristiana chilena.

Mientras el objetivo del panismo se redujo a “echar al PRI de Los Pinos” no hubo mayor controversia, aunque ya se podían observar, disfrazados de muchas maneras, los elementos de la discordia: la sensación de que el crecimiento electoral se realiza a cambio de la “calidad” del partido, de su doctrina y propuestas, no es la menor; el apoyo irrestricto al programa modernizador de sus “adversarios” (y luego aliados) en el gobierno, la identificación absoluta con el empresariado, aun el más atrasado y, al mismo tiempo, la necesidad de restaurar los valores impulsados desde el catolicismo militante como ideal superior, expresan de un modo general las disyuntivas de un partido que tiene el gobierno pero sigue sin dar color, pues actúa sin proyecto, como si la realidad se redujera a la discutible danza de las encuestas.

En realidad, la causa de la desazón blanquiazul se origina en la carencia de una fórmula que le permita gobernar sin caricaturizarse como la versión degradada, parchada, superficial y poco funcional del viejo presidencialismo, sin contar los problemas de legitimidad originados en el proceso electoral mismo. Fox, y el PAN mismo, incurrieron en el error de suponer que la alternancia ya era la “normalidad democrática”, es decir, un régimen institucional establecido cuya operación no exigía grandes reformas ni la elaboración de un “nuevo proyecto nacional”. El país, hablando figuradamente, estaba del otro lado, sólo había que ponerse a trabajar sin mover las aguas ideológicas. Maquinarias electorales bien aceitadas por los dineros públicos y privados, los partidos debían ocuparse de ganar votos, sin obstaculizar la comunicación “directa” entre el gobernante y “sus” ciudadanos a cargo de los todopoderosos medios. Nada más.

Sin embargo, la crisis creada por las elecciones de 2006 derrumbó varios de esos mitos e hizo más notorias las deficiencias del gobierno panista. En ese contexto, la labor de zapa realizada por Manuel Espino, aliado con Fox, en Roma o en Santiago, comienza a pasar factura. Por eso, en mi opinión, Felipe Calderón ahora quiere distanciarse de la derecha más obvia sin renunciar a la no menos diestra ideología del partido, muy en la línea de Jacques Maritain traducida a nuestro medio por Carlos Castillo Peraza antes de la alternancia. La clave de la controversia es, pues, ver quién asume la bandera del “centro” en nombre de la derecha real, aunque esa definición sea todavía un sondable misterio teórico no resuelto por el humanismo cristiano ni por los ideólogos del Partido Popular (de Centro) en Alemania o Madrid.

Por lo pronto, Felipe Calderón retoma el discurso del “heroísmo” como compromiso personal: “Creer en algo implica también tener la fuerza para sostenerlo, no sólo la fuerza, sino la congruencia vital, escasa en nuestro tiempo, de ser coherente entre lo que se piensa y lo que se dice, y todavía más escasa y quizá especie en extinción, la congruencia entre lo que se piensa y lo que se hace”.

Pero la pieza retórica que a muchos sorprendió por la dureza de algunas expresiones no deja de ser la reiteración de las mismas ideas elitistas que han acompañado a cierta intelectualidad católica, panista por más señas, a través del siglo XX. “Pienso que esta minoría selecta, esta elite tiene una responsabilidad enorme con su generación y con nuestro tiempo; pienso que esta minoría selecta, que a final de cuentas marca cadencias en una generación, tiene mucho más que hacer que los demás”. Habrá quien no vea en ello razón alguna para la duda, pero creo que es un anacronismo, por lo menos, repetir que “es cuando esas minorías selectas y sus muchedumbres que las siguen transforman la historia y entonces la sinfonía se ejecuta distinto y entonces la música del tiempo y la historia del hombre es verdaderamente trascendente, entonces estamos hablando de una cosa absolutamente distinta a cualquier especie”.

Apegarse a la letra de la Rebelión de las masas es estancarse en el buen decir, es la expresividad de las frases orteguianas sin atender su contenido, el contexto donde surgen y son, en todo caso, aplicables. No hay, en esas palabras, exigencia de Estado hacia las elites, rigor en la crítica (si es lo que se proponía), un balance mínimo del desastre nacional del que se han servido para engrandecerse algunos de los prominentes escuchas del mandatario. El gobierno reconviene a los poderosos, a los famosos, a los líderes, pero sobre todo les recuerda cupáles son “nuestros pecados”: “uno, hacer política sin principios; hacer comercio sin moral, hacer oración sin sacrificio, hay muchos otros”. En fin, me parece inapropiado que el presidente de un país de más de 100 millones de habitantes deposite en “una minoría selecta, en la cultura, en la economía, en la empresa, en la política, en el deporte”, la capacidad de mover este país en una dirección distinta al lamento eterno, que nos han enseñado a ser”. Vamos al Centro.

 
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