Usted está aquí: miércoles 3 de octubre de 2007 Opinión A 15 años de relaciones entre México y el Vaticano

Bernardo Barranco V.

A 15 años de relaciones entre México y el Vaticano

A 15 años de distancia podemos constatar cambios importantes en los vínculos entre México y el Vaticano. Las transformaciones y nuevas circunstancias en ambos son notorios, más en el caso de nuestro país, que transita a jaloneos en la búsqueda de una convivencia social más democrática; el viejo presidencialismo y el sistema corporativo de partido único han obsolescido, dada la alternancia en el poder. Sin embargo, aún no está claro el camino y predomina la incertidumbre.

Mientras el Vaticano cuenta con un nuevo pontífice que guarda consonancia y continuidad con el largo pontificado de Juan Pablo II, los cambios de Benedicto XVI se notan más en la forma que en las grandes líneas programáticas de su antecesor.

Cuando el 21 de septiembre de 1992 la Secretaría de Relaciones Exteriores anunció el restablecimiento de relaciones diplomáticas entre México y el Vaticano, se cerró un farragoso capítulo en la historia del país. Quedaban atrás disputas y alejamientos con la Santa Sede que se remontaban al siglo XIX. Era el México dominado por el salinismo que quería mostrar al mundo, en vísperas del Tratado de Libre Comercio, una supuesta madurez de una nación que quería ser plural y tolerante.

Salinas de Gortari no imaginó la utilidad política de este acto, pues tan sólo un año después el confuso asesinato del cardenal Posadas contó con la paciencia y benevolencia de Roma ante este primer magnicidio que cimbró las estructuras políticas de México. Posteriormente, durante el levantamiento zapatista de 1994, el gobierno mexicano contó con el apoyo de importantes sectores del Vaticano para acotar y presionar contra el protagonismo que adquirió en ese entonces el obispo de San Cristóbal de las Casas, Samuel Ruiz. El gran operador del Vaticano fue el todopoderoso nuncio Girolamo Prigione, hombre de Iglesia que formaba parte de la elite salinista y prominente salinista en el interior de la Iglesia.

Bajo el papado de Juan Pablo II, el Vaticano ganó  de manera ascendente y progresiva mayor influencia  en la escena internacional, alcanzando niveles insospechados, dado el vigoroso activismo y carisma del pontífice. Karol Wojtyla se convirtió en un actor político itinerante de gran peso que facilitó a la Iglesia católica ganar terreno paulatinamente en la escena internacional, así como creciente influencia, que ha venido utilizando para: a) asegurar que la institución pueda seguir desarrollando su misión evangelizadora (portadora de un código ético cristiano y de un ideal histórico), y b) robustecer las condiciones materiales, económicas, jurídicas y políticas de las estructuras sociales y políticas locales (particularmente frente a los estados) que faciliten esta misión.

Después de la caída del Muro de Berlín, las críticas católicas se centraron en la dictadura del mercado y en la sociedad relativista en materia de valores, cuyo epicentro se ubica en Estados Unidos; por ello México fue un país prioritario para el Vaticano. La primera frontera católica de América del Norte fue visitada nada menos que cinco veces por el pontífice y desde aquí se presentó en 1999 la exhortación apostólica Ecclesia in America, documento preparatorio del gran jubileo de 2000 y considerado, según muchos, testamento del Papa para la región.

A 15 años de distancia, las condiciones no nada más han cambiado, sino que requieren innovación tanto de percepción como en la práctica de los actores. El fenómeno más importante de la sociedad moderna mexicana es la secularización. Este proceso lo hemos venido registrando desde este espacio como  complejo y mal haríamos en simplificarlo. México y Brasil son grandes países católicos, pero ¿por cuánto tiempo?

La secularización no es sólo la pérdida de creencias religiosas ni la aparición de nuevos valores profanos o racionalistas; tampoco es sólo la pérdida de centralidad de las instituciones religiosas. El principal rasgo de la secularización en la sociedad mexicana radica en que la religión mayoritaria, el catolicismo,   está dejando de ser el factor envolvente y central que otorga sentidos y legitimidades a la cultura. El catolicismo se está convirtiendo en un importante elemento que, entre otros, permite que la sociedad se desarrolle e integre con mayor pluralidad y tolerancia no sólo en el campo religioso, sino en la cultura.

En efecto, el factor religioso mexicano se viene fragmentando a través de distintas y competitivas ofertas religiosas en un “mercado de creencias” más diversificado y exigente; esta pluralización religiosa que experimenta nuestra realidad se integra a un proceso que posibilita la aparición de modalidades religiosas como “fe a la carta”, new age, nuevos movimientos religiosos de carácter pentecostal y el ascenso de poderosas religiosidades populares como la Santa Muerte.

En corcondancia con los planteamientos del actual Papa sobre el papel de la Iglesia como “tutelar” de los valores morales de la nación, en la visita ad limina de septiembre y octubre de 2005 Joseph Ratzinger llamó a los prelados a ser un factor coadyuvante de la transición y consolidación democrática de México; afirmó que la Iglesia tenía un papel central para contribuir a enfrentar el narcotráfico, la pobreza, las migraciones y, sobre todo, la corrupción de altos funcionarios públicos.

La fórmula elegida por los obispos, desde su encuentro con el pontífice, es arreciar su postura sobre la relación entre la ética y el quehacer político. Los debates en torno a la píldora, el aborto, la homosexualidad, la familia y la eutanasia, por mencionar algunos, son temas que se convierten en materia de disputa política.

Más que ser un factor de coadyuvancia con la democracia, algunos obispos, como el cardenal Norberto Rivera Carrera, han puesto a prueba la propia transición, pues en el debate de hace algunos meses sobre la despenalización del aborto en la ciudad de México no argumentó, ya no digamos de manera sofisticada, como le gustaría al papa Ratzinger, sino ni siquiera con relativa profundidad, y en su lugar abrió las culpabilizaciones, amenazas y acusaciones.

A 15 años de distancia da la impresión de que existe una disfuncionalidad entre las grandes líneas de interés del Vaticano y la capacidad real de los actores religiosos más visibles de la Iglesia mexicana. Los acentos de la relación se han trasladado en este lapso de lo político al campo de los valores y la moral, que en el fondo es una representación del orden social deseado.

 
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