Usted está aquí: viernes 28 de septiembre de 2007 Cultura Desamparo invisible

José Cueli

Desamparo invisible

El frío de mañana y de noche está semana ha sido intenso. Un vientecillo sutil y glacial barría las calles, provocando que cuantos transitaban por ellas se cubrieran con las más variadas indumentarias, desde el rebozo hasta el jorongo y la chamarra, y caminaran con paso apresurado, deseosos de liberarse del aleteo de los brazos contra el tórax y del consabido “pu-pu pura madre… ¡qué frío hace!

Otros, dentro de mullidos y confortables asientos, conducían sus lujosos automóviles a toda velocidad, mientras en el interior encendían las calefacciones para tener clima tropical, al tiempo que el defroster desempañaba instantáneamente los cristales para permitir una mejor visibilidad de las amarillentas luces de la ciudad.

Por Insurgentes Sur, a la altura del Sanborns de San Angel, se encontraba una niña, cuya edad fluctuaba entre los seis y los ocho años. Llevaba puesto un vestido roto, de blanco y haraposo percal, y un chal raído, color hierbabuena, que malcubría lo enclenque de su cuerpecito, el cual tiritaba y se sacudía dolorosamente ante la inclemencia del tiempo. Sus pies menudos, descalzos, limpiaban el vaho del piso. Largo cabello negro, grueso, de tipo mestizo, caía sobre sus hombros y ensombrecía esa carita triste, alumbrada sólo por los mocos que colgaban sobre sus labios y servían para resaltar unos ojos grandes y rasgados y cubrir las manchas de la desnutrición de su rostro, de la misma forma como la noche extendía un pesado velo sobre la avenida.

Con la mano derecha, la niña agitaba unos periódicos que ofrecía a los tran-seúntes, gritando el título del diario, que inútilmente trataba de vender, con voz atiplada como de ¡ay! lastimero.

Sus pies, ya amoratados por el intenso frío, se negaban a sostenerla y la conducían reiteradamente a la banqueta. La tortura era lenta, callada, incansable. La cabeza se le agitaba como si el aire la azotase. La pequeña sufría breves desmayos mientras era violada por el viento.

Las personas, como siempre, iban de prisa, con mucha prisa, ciegas, no la veían, no la querían ver y no era por la niebla.

Conforme la noche avanzaba, la niña se fue a sentar en las escaleras del Sanborns y seguía con su ¡ay! lastimero, con la voz cada vez más débil y apagada, y a intervalos cada vez más largos.

De pronto, un sopor invencible se apoderó de la pequeña, presa seguramente de infinidad de agudos pinchazos y eléctricos calambres, como si su vestido fuera de alfileres; hizo una almohada con los periódicos y cayó con desencajada sonrisa sobre la piedra dura, mientras sus ojos siguieron girando, todavía durante un rato, hasta quedar toda ella rígida y acartonada.

El ruido infernal adormeció y disipó nuestra atención, que se apartó de la niña desamparada como de tantos otros, muchos, que carecen de derechos humanos y nadie los mira ni los toma en cuenta.

 
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