Con siglos de historia en contra, los pueblos indígenas de América han logrado, en menos de tres décadas, avances políticos y culturales sin precedente. El costo ha sido muy elevado (eso siempre), pero desde la resistencia recurrente de los yoreme en la frontera norte de México hasta las del norte de Argentina y los mapuche en el sur chileno, el despertar de los pueblos ha devuelto al mapa mental de las naciones la existencia de esa "civilización negada", hoy creadora de vías de autodeterminación y legitimidad nunca antes vistas. Esto, a contrapelo de los Estados nacionales, la ONU, las empresas, los bancos, el consumismo, los ejércitos (locales y "planetarios") y las inercias ideológicas de las sociedades dominantes.
Las experiencias cardinales de Ecuador, Bolivia, Guatemala y México plantean las contradicciones y posibilidades de la lucha por la autonomía y la autodeterminación en el contexto más amplio de una "conquista" del poder político. Dirigentes como el aymara boliviano Evo Morales y el kichwa ecuatoriano Luis Macas, que vienen de grandes movimientos sociales, han ocupado el gobierno de sus países, o participado en él. Sus movimientos son determinantes en la vida pública.
Otros más han penetrado los salones del poder global, sus hoteles, palacios y foros, alcanzando impacto mediático. Epítome de esto es la quiché Rigoberta Menchú Tum, quien de las entrañas mismas del dolor guatemalteco, bajo la metralla de la guerra civil americana más prolongada y genocida del siglo pasado, alzó la voz y puso las justas demandas indígenas en las mesas globales de negociación.
Recientemente Menchú fue candidata a la presidencia de su país, postulada por un partido con dueño. Su fracaso fue estrepitoso, aunque haya alcanzado algunas migajas en el congreso o las alcaldías. Con un liderazgo mediático incomparable (y auténtico), y tras recorrer el mundo recibiendo honores de Estado en todas partes, Menchú pretendió gobernar a nombre de sus pueblos. Pero éstos no se interesaron en su candidatura. Es comprensible.
Por un lado, su plataforma política fue pobre, poco comprometida, desarmantemente posibilista, tolerante con los militares genocidas y, sí, apolítica. Ofrecía una inserción benigna en el neoliberalismo, pedía participación en los recursos públicos y ciertas cuotas de poder por género o minoría. Por otro lado, ocupada en su agenda internacional mientras acumulaba reconocimiento y prestigio, falló por omisión en participar, incluso impulsar, un movimiento social en su tierra, donde la mayoría total son los pueblos mayas. Menchú cosecha el producto de sus omisiones y claudicaciones.
En México, el zapatismo de Chiapas ha ofrecido una inesperada combinación de rechazo a la lucha por el poder y, a la vez, construye formas de gobierno autónomas y efectivas. Su "mandar obedeciendo", muy a tono con los usos comunitarios en miles de poblados de la Mesoamérica actual, contrapone el ascenso a cierto poder político (y económico) a las funciones de gobierno. Resulta que pueden no ser lo mismo.
Evo Morales es presidente de su país y navega en las agitadas aguas de la negociación con los poderes financieros globales, desde el club de países sudamericanos que propugnan por una "corrección" socialdemócrata para el sistema neoliberal que como quiera asumen. Él, como Luis Macas en Ecuador, ha estado en las insurrecciones, en la construcción y avance de los movimientos nacionales que transformaron su país; corre el riego ahora de conducirlo a una domesticación funcional ante el capitalismo.
Rigoberta Menchú, amiga de presidentes impresentables como los mexicanos (de Salinas hasta Calderón), oradora en los foros mundiales de la buena conciencia primermundista, aliada lo mismo de fundaciones internacionales que de "filántropos" oportunistas como el doctor Simi, dilapidó su liderazgo de dos décadas al no comprometerse con una resistencia real en su lastimado país.
La alternativa zapatista y sus variantes autonómicas en el resto del México indígena se permiten desdeñar y resistir al poder, y aún así, o por eso mismo, constituir gobiernos y sistemas de justicia verdaderos para los pueblos, que se fortalecen al ganar, sin líderazgos personales ni claudicaciones, un lugar digno en la conducción de sus territorios y vidas.