Reglamento
Hay un nuevo Reglamento de Tránsito Metropolitano. Contiene las normas básicas para orientar el comportamiento de los conductores de vehículos de todo tipo, los peatones y los policías en esta enorme y sobrepoblada zona que incluye al territorio del Distrito Federal y una serie de municipios conurbados que extienden sin remedio el área efectiva de la ciudad.
Podría cuestionarse por qué considerar aquí un reglamento de este tipo. Es un tema que parece menor cuando hay tantos para tratar en el país: las explosiones en los ductos de Pemex, los conflictos en Oaxaca, la violencia en torno al narcotráfico, los migrantes abusados en las dos fronteras, las negociaciones en torno a la reforma fiscal, el caso del nuevo complot mongol de Ye Gon y, por qué no, hasta el tema de la selección de futbol, su inefable entrenador y la mediocridad de las transmisiones y los narradores, producto de las prácticas depredadoras de las dos televisoras.
El reglamento de tránsito es parte del terreno llano de lo cotidiano que marca las relaciones entre los casi 20 millones de personas que comparten el territorio de la ciudad. Esta es una urbe hecha cada vez más para los vehículos y menos para la gente, donde se alienta sin control el uso de los automóviles, con un transporte colectivo subdesarrollado, aunque mueve grandes cantidades de pasajeros todos los días.
En la ciudad se entabla a diario un combate -dicho esto en un sentido real y no figurado- de la gente con los vehículos automotores de todo tipo. Donde el entramado social y la vida de los barrios y colonias se corta por satisfacer las necesidades de circulación sobre ruedas: ejes viales, puentes, pasos a desnivel, vías rápidas que interrumpen el flujo y la comunicación, y así restringen los espacios vitales. Se ha hecho prioritario abrir calles y ampliarlas al máximo; en cambio, ha salido hasta de la imaginación crear un parque o un nuevo espacio público. La disposición de calles y avenidas está asociada con la especulación inmobiliaria y, cada vez más, con la disfuncionalidad de la existencia social y el deterioro estético.
Ser un conductor de un vehículo equivale a transformarse en un neurótico o un energúmeno en cuanto se sienta uno tras el volante y sale a la calle. Mucho peor es ser un usuario del transporte público, y ser peatón es estar sujeto a la violencia y el maltrato al cruzar las calles y cuando se camina por las banquetas.
Quienes viven en esta ciudad identifican a las claras de lo que se trata. Es el serio problema de la convivencia, del límite de lo que concierne a cada individuo y lo que es del orden compartido. Es la tensión que entraña ese compromiso de vivir juntos y estorbarse lo menos posible. Y no hablo de cooperación, que ése es un bien escaso y no debemos preocuparnos por su exceso.
No es, pues, un asunto trivial reglamentar el modo en que se comparten las vías públicas a todas horas, corresponde al entorno micro social, parte del ámbito más general de lo colectivo y, por cierto, una parte muy concreta de la vida diaria.
El reglamento puede dar una oportunidad para atacar de lleno el craso analfabetismo vial, que es parte de la violencia que se padece en la ciudad. Esto es producto de años de indiferencia de la autoridad para hacer cumplir las normas de tránsito, se asocia con la corrupción como modo para resolver las circunstancias personales sin atender a la ley y, también, del deterioro de la cultura cívica de la población. Violar una norma de tránsito ha dejado de verse como una falta, grave en muchas ocasiones, como un abuso contra los otros: se ha hecho normal. Se trata de resolver "mi" problema a expensas de los demás. Cualquier reclamo puede llevar al abuso verbal con todo el rico inventario de insultos disponibles para el caso, puede acabar a trompadas y llevar a sacar una pistola como signo del machismo que significa traer un motor encajado entre las piernas.
El reglamento de tránsito indica las normas generales que deben cumplir quienes están involucrados. Muchas son de sentido común y de orden práctico relativo a una condición compleja que entraña accidentes para quien actúa de modo imprudente y para terceros, que provoca el caos para cientos de personas y contribuye con la decadencia de la calidad de vida y la salud pública.
Un asunto clave del reglamento es, por supuesto, la manera en que se hará cumplir, lo que incluye un método de castigo por las infracciones que al acumularse llevan al retiro del permiso para conducir. Por cierto que en el Distrito Federal se dan licencias de duración permanente sin preguntar siquiera a quien la solicita si sabe manejar.
En las condiciones de desorden y relajamiento que prevalecen en el campo de la vialidad no se ve cómo se harán valer las normas de tránsito. Si eso no se logra, para unos será una evidencia más de la inutilidad de las reglas y leyes que pueden violarse sin consecuencia alguna; para otros probará la convicción de que las disposiciones no los protegen; para la autoridad constituye el riesgo de seguir vulnerando su representatividad social y su eficacia. La posibilidad de irrelevancia del reglamento es grande y el costo muy alto.