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Una sensible pérdida
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La plaga de abogados en EU
Ampliar la imagen Del libro Remove child before folding ("Quite al niño antes de doblar")
Nada nuevo bajo el Sol: si gugleas muerte o fallecimiento del sentido común hallarás miles de resultados de lo más diverso y, pensándolo bien, el hecho de que haya tanta gente preocupada por la defunción de la sensatez tal vez sea indicio de que ésta no está tan frita como podría parecer a primera vista. La mayor parte de las entradas llevan a una gracejada reaccionaria que ha circulado ad nauseam por los rebotes del correo electrónico y que empieza así: "Hoy lamentamos la muerte de un querido amigo: Sentido común", etcétera, y concluye: "No hubo mucha gente en su funeral porque muy pocos se enteraron de que se había ido; si aún lo recuerdas, reenvía este mail; en caso contrario, únete a la mayoría y no hagas nada". El chiste prolifera en sitios web en los que las derechas políticas e intelectuales se reúnen a digerir los resultados de sus propias catástrofes, como Libertad digital y otros. Tiene la virtud ese mensaje de haber dado pie a una exploración mínimamente cuidadosa del tema básico:
"El término sentido común describe las creencias o proposiciones que parecen, para la mayoría de la gente, como prudentes, sin depender de un conocimiento esotérico", dice la Wikipedia. El sentido común es el primero de los sentidos internos. Según la doctrina clásica con respecto a éstos, que los clasifica en sentido común, imaginación, memoria y estimativa-cogitativa en el hombre. El sentido común no es el buen sentido, común a todos los hombres, es decir, la inteligencia en su actividad espontánea, o la razón en el sentido cartesiano de poder distinguir lo verdadero de lo falso. Su objeto no es abstracto y, por tanto, no es una función intelectual.
"Tampoco es un sentido que tenga como única misión el captar los sensibles comunes, pues éstos son objetos exteriores, captados por los sentidos externos con su propio objeto, mientras el sentido común es un sentido interno. Dada la estrecha conexión e interdependencia dentro de la que actúan los sentidos, el sentido común cumple una función clave: por una parte unifica y regula la multiplicidad sensorial de los sentidos externos y, por otra, sirve de enlace entre éstos y los sentidos internos. Viene a ser como la raíz y principio de la sensibilidad externa, radix et principium sensuum externorum."
La proliferación de emails como el que abre este rollo da pie a Saúl Buzeta Dhighiam a proponer que la proliferación de las idioteces en formato power point que nos saturan la cuenta de correo es uno de los momentos mortales para el sentido común.
Otra posibilidad de la expresión es la que desarrolló Philip K. Howard (The death of common sense, 1994), quien descubrió que en Estados Unidos la multiplicación de abogados y de juicios disparatados es un cáncer social que, de no ser controlado, terminará de hundir en el absurdo a la nación más poderosa del planeta. Vean: en 2005, Roy L. Pearson Jr., juez en Washington DC, demandó a una tintorería que le perdió unos pantalones, exigió una indemnización de 65 millones de dólares y pidió la presencia de 63 testigos en el juicio. Inquiere Marc Fisher: "¿Cómo llega a los tribunales un caso como éste? ¿Cómo logra un hombre convertir el sistema en motivo de risa?" La razón: la delirante gesta de Pearson es "una versión exagerada de lo que ocurre en casi todas las instituciones de la vida estadunidense, en la que se evita un comportamiento razonable y humano en cuanto se recuerda que alguien podría ser demandado".
Una expresión particularmente graciosa de este fenómeno social e institucional devastador es la proliferación de advertencias catastróficas en los productos comerciales, inducida por el temor de los fabricantes a eventuales demandas de los consumidores. Existe una organización dedicada a recopilar y premiar las leyendas más ridículas en manuales, embalajes y etiquetas, y aquí van algunos ejemplos de su trabajo: en un frasco de pastillas para dormir se advierte que el producto "puede causar somnolencia"; "quite al niño antes de plegar", se recomienda en una etiqueta adherida a un bambineto; "no utilizar mientras duerme", aconseja una leyenda en un secador de pelo; "no se coma el tóner", reza un letrero en un cartucho de impresora láser; "no use oralmente este termómetro después de emplearlo en el recto", previene el instructivo de un termómetro digital; "puede irritar los ojos", advierte el empaque de un aerosol para defensa personal; "este producto no debe usarse como instrumento de odontología", indica una etiqueta en un taladro eléctrico casero; "si usted no entiende o no puede leer las indicaciones, no utilice este producto", se advierte en el frasco de un limpiador líquido.
Tal vez sea de justicia repartir de manera equitativa la estupidez monumental de estas leyendas y otras similares entre productores y consumidores. Un amigo, técnico de mantenimiento de computadoras, un día se quejó amargamente porque una alta funcionaria de la dependencia en la que trabajaba llegó a él, cargando su CPU, maldiciendo porque el portavasos de su equipo de cómputo había dejado de funcionar. "¿Su computadora tiene portavasos?", se sorprendió el profesionista. "Mírelo", le replicó ella, y le señaló la unidad lectora de CD roms.
Ya alguna vez me referí a Carlo Cipolla, Charles Richet, Walter Pitkin y otros estudiosos de la estupidez, a los que posiblemente habría que agregar a Robert Musil, quien la toma como uno de los ejes de su portentosa novela El hombre sin atributos. Habrá que retomar el tema, pero esta entrega es sobre algo así como lo contrario, aunque no tanto, porque en más de una ocasión se ha visto actuar aliados a la estupidez y al sentido común: acuérdense que hubo un tiempo en el que la mayoría de la gente defendía el disparate, certificado sin embargo por el sentido común, de que la Tierra es plana.
Antes de terminar, les recuerdo que las fuentes de lo anterior están en el blog de Navegaciones, cuyo link aparece, ese sí, al pie de esta columna. Y, ahora sí, acabemos con este tema antes de que él acabe con nosotros.
Encuentro que los gobernantes y los poderosos tendrían que desempeñar una función muy importante en el desarrollo del sentido común de sus respectivas sociedades, aunque en los tiempos que corren es más frecuente que promuevan el fortalecimiento y la consolidación de la irracionalidad. Así salió:
Por más que se haya dicho y reiterado
que no es nada común, este sentido,
por causa criminal ha fallecido
y a la fosa común ha sido enviado.
Olmert y Bush y Blair lo han bombardeado,
Putin piensa que fue su merecido,
Felipe Calderón lo ha corrompido
y Hugo Chávez lo tuvo censurado.
Lo matan la maldad y la codicia,
la mala voluntad, el desparpajo,
el afán de poder y la sevicia.
¿Un digno funeral? -Ni de relajo:
el pontífice Ratzinger le oficia
en latín una misa, y al carajo.