Número
132 | Jueves 5 de julio de
2007 |
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Por Carlos Bonfil “La edad se apodera de nosotros por sorpresa”. La frase de Goethe, citada por Simone de Beauvoir en su libro La vejez, da cuenta del trastorno emocional y psicológico que para muchas personas significa reconocer un destino personal en la suerte común de enfermedad, duelo y degradación física. Hablar de erotismo relacionándolo con una etapa de la vida asociada con la mengua del vigor y el atractivo físico, equivale a romper con un tabú largamente resguardado. Basta observar las reacciones de quienes asisten en el cine, en la televisión o en el teatro, a la rara exhibición del contacto sensual de dos cuerpos ancianos. El espectáculo irrita o escandaliza, se toma inclusive como un agravio al buen gusto, y se da por sentado que la persona en la tercera edad ha perdido, en el terreno erótico, toda visibilidad decorosa y el derecho a exhibir públicamente su deseo. En el libro Erótica y vejez, perspectivas de occidente (Paidós, 2006), el psicólogo argentino Ricardo Iacub, especialista en gerontología, hace una revisión exhaustiva, desde el punto de vista histórico, sociológico y filosófico, de los prejuicios colectivos sobre el envejecimiento, proceso que es punto final de toda experiencia humana. La autora de El segundo sexo ya había sentenciado: “Morir prematuramente o envejecer, no existe otra alternativa”. El erotismo, territorio vedado A lo largo de la historia, y salvo pocas excepciones, la percepción cultural de la vejez es, de modo muy directo, anticipación angustiosa de la muerte, y así lo registran las artes plásticas y la tiranía mediática. Al cuerpo anciano se le priva de todo atractivo, se le arrincona en la categoría de lo caduco e inservible, advirtiéndose en él la faena lenta de una decrepitud inminente, el desaseo y el olvido de sí, o como lo pregona la visión agustiniana, “la prisión oscura, el muerto vivo, el cadáver dotado de sentido, la tumba que uno lleva dentro”. A estas imágenes negativas de la vejez, marcadas por la condena moral y la descalificación estética, sucede en el siglo XIX el fenómeno de la medicalización de la vejez, transformación del anciano y de su sexualidad en objeto de estudio científico. Un conjunto de patologías emparentadas con la vejez desplazan paulatinamente al prejuicio moral, sin suprimirlo, y crean en torno del hombre y la mujer muy maduros un virtual cerco sanitario. Se analiza su desgaste corporal, se cuantifica la disminución de su vigor físico. Lo que antes era suposición prejuiciada (la vida disoluta que conducía a una vejez impotente) se vuelve certeza médica. Se habla de las esclerosis inevitables y de la demencia, de anorgasmia, climaterio, e impotencia irreversible, fenómenos todos ellos propios del envejecimiento y, como éste, inevitables. Se comienza a ver al anciano, como lo señala Susan Sontag, desde la perspectiva de su muerte. No sólo eso: se ahondan también las diferencias de género y se atribuye al hombre maduro una posibilidad de realización sexual más plena que a la mujer, a quien se concede la jubilación temprana de su deseo sexual. La interpretación psicoanalítica no depara mejor suerte a la persona que envejece. En cada gesto suyo se lee un proceso de regresión a etapas primitivas en las que prevalecen la inmadurez emocional y la pérdida del control. Lejos de haber alcanzado la plenitud intelectual y la serenidad emocional, el anciano es presa de caprichos incomprensibles y de actitudes infantiles. Se le debe cuidar, vigilar, reprender, y en ocasiones censurar por conductas que van de la irritabilidad al exhibicionismo. Ricardo Iacub cita al respecto al escritor irlandés Jonathan Swift, quien en Los viajes de Gulliver describe a los personajes Struldburgs, quienes al no poder morir estaban condenados a la vida eterna: “Cada vez se van poniendo más melancólicos y abatidos, sin detenerse este proceso hasta que llegan a los ochenta. Alcanzada esta edad, desaparece su depresión, pero en lugar de eso no sólo se vuelven afectos a opinar de todo, malhumorados, codiciosos, sórdidos, vanidosos y habladores, sino también incapaces de toda amistad y estériles para todo afecto natural. No tienen memoria para nada que no sea lo que aprendieron y observaron en su juventud y en su edad madura. Los menos desdichados entre ellos parecen ser los que se vuelven enteramente chochos y pierden el recuerdo de todo...”. Una politización de la vejez La reivindicación de un cuerpo bello y saludable en la tercera edad, el elogio del deporte y el esparcimiento comunitario, desmienten la fatalidad que hacía de la vejez una triste antesala del fallecimiento inminente. La prolongación de la longevidad, la popularidad de nuevos medicamentos para reactivar las erecciones masculinas —como el viagra—, y el creciente control de las enfermedades crónico degenerativas, concurren a disipar la imagen negativa que a finales del siglo diecinueve mostraba el filósofo Arthur Schopenhauer en su libro El amor, las mujeres y la muerte, y donde el anciano era solamente “un hombre abrumado de días que se pasea tambaleándose o que descansa en un rincón, y que no es más que una sombra, un fantasma de su ser pasado”. Al politizarse la vejez y reivindicarse el placer presente en todas las edades, revalorado en su tramo final, liberado ya de la mirada vigilante y normativa, el ciudadano de la tercera edad puede al fin reclamar los derechos por largo tiempo escamoteados, acceder al pleno “ejercicio de los goces”, y vencer así el aislamiento social con una mayor erotización de su vida cotidiana. |