Usted está aquí: jueves 28 de junio de 2007 Opinión Escepticismo a la orden

Adolfo Sánchez Rebolledo

Escepticismo a la orden

Comenzamos la semana con una involuntaria confesión de parte: los cuerpos policiales creados, apenas al final del gobierno de Zedillo, para desvanecer la estela de ineficacia, corrupción e impunidad de sus antecesores, están a la defensiva, cuando no copados por la actividad de la delincuencia. El relevo sorpresivo de 284 mandos superiores de la AFI y la FPP, entre los cuales se hallan los 34 coordinadores regionales, hace pensar que el problema es incluso más grave de lo que en principio podría sospecharse. A la pregunta de si la remoción de los puestos tiene su origen "en denuncias, desconfianza o ineficiencia", el secretario Genaro García Luna respondió a La Jornada: "Son todas". Y aunque no se sabe a ciencia cierta cuál es el alcance, la medida, lejos de recibirse como un acto --tardío, pero positivo- de saneamiento necesario y saludable, causó azoro entre una ciudadanía que sigue sin saber cuál es la estrategia integral del gobierno en la guerra contra las bandas, cuyos ataques han dejado un rastro de violencia y muerte que aumenta cada día.

Si los cursos de capacitación, las academias y las asesorías de expertos extranjeros no han impedido la erosión de los mandos, ¿por qué ahora deberíamos esperar que los nuevos cumplan con su deber, cuando los exámenes se hacen desde hace años? ¿Cuánto tiempo es razonable esperar antes de que éstos sean atraídos por la fuerza gravitacional del narco?

La ciudadanía no yerra al pensar que detrás de los peores actos delictivos hay complicidades, cuando no franca connivencia de los encargados de defender la ley, pero la magnitud de dicha penetración no es desconocida. Sabemos que no todos los policías son corruptos, pero es un secreto a voces que hay demasiados girando en la órbita del crimen organizado bajo la fórmula ominosa e ineludible de "o plata o plomo".

Una investigación periodística reciente (El Universal) ha demostrado cuán poco le costaría al narcotráfico comprar al personal operativo de los cuerpos policiales, además de reclutar mandos y especialistas de alto nivel o graduación, lo cual ha ocurrido durante años. La corrupción y la impunidad hacen el resto.

Aun para legos como yo, es evidente que se requiere de personal mejor preparado. La urgencia de dar mayor capacitación profesional y moral a las policías es indispensable, pero el perfeccionamiento individual, cuando se consigue, suele desvanecerse ante la ausencia de instituciones mejor fiscalizadas y sujetas a formas de control transparente. El tema de los salarios -miserables para lo que se espera de los uniformados- no es menor, pero se requiere algo más: hacer de la carrera policial una opción protegida por la sociedad y el Estado. Sería necesario propiciar un clima diferente, nuevas y más productivas sinergias para el trabajo policial, lo cual es imposible lograr a partir de espots mediáticos o consejos paternalistas a "las familias", como ahora se pretende con hipocresía.

Salir al paso de las crecientes adicciones, por ejemplo, sin definir una política de Estado hacia la juventud resulta pura demagogia. Combatir la cultura del narco sin modificar las condiciones que la hacen posible es una causa perdida, sobre todo cuando la incertidumbre domina la vida sin esperanza de millones de excluidos del cauce estrecho de la modernización.

Aunque el gobierno ha hecho del combate al narcotráfico la columna vertebral de toda su política, lo cierto es que hasta hoy los resultados escasean y el escepticismo aumenta. La presencia militar en todos los frentes ayuda a crear la sensación de tranquilidad momentáneamente, pero no hemos visto poner en marcha un programa de mayor aliento, capaz de revertir la situación. Esta disponiblidad del cuerpo militar funciona en situaciones extremas, pero acarrea peligros nada desdeñables en término de posibles afectaciones a los derechos humanos.

Garantizar el "derecho humano a la seguridad", como ha escrito el urbanista Jordi Borja, obliga a definir una estrategia preventiva que no sea "la simple respuesta a los hechos violentos o delictivos, sea para evitarlos, sea para reprimirlos", pues de lo que se trata es "de comprometer a la sociedad local organizada en la gestión de los programas de carácter preventivo y eventualmente reparador (de daños al espacio público, de atención a las víctimas). Pero su aplicación en ningún caso puede llevar a la impunidad de los actos de violencia o intimidación que atenten contra las personas, bienes públicos o privados o la calidad del entorno". Sin policias confiables no hay orden duradero, pero sin ciudadanos y comunidades dispuestas a recuperar el derecho a la vida en paz y libertad, los éxitos serán efímeros.

La aplicación rigurososa de la ley es la obligación del Estado. Por ello no puede ser ésta la política especial de un gobierno ante la delincuencia. La noción de "tolerancia cero", tan grata a ciertos sectores, puede incidir sobre los miedos de la sociedad, pero el combate al crimen organizado, según podemos observar cotidianamente, exigiría una estrategia de Estado mucho más abarcadora y compleja, dispuesta a tocar todas las fibras de la complicidad, pero también a disponer de una propuesta para actuar en la reparación de la cohesión social que el narcotráfico disloca. Pero de eso no se habla.

 
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