Usted está aquí: viernes 1 de junio de 2007 Opinión La inocencia de las palabras

Sandra Lorenzano

La inocencia de las palabras

Las palabras no son inocentes. Esto lo saben los periodistas, los escritores, los filósofos, incluso los vendedores. Las palabras no son inocentes: tienen historia, tienen filias y fobias, tienen afinidades, tienen carga simbólica, afectiva, ideológica... En un texto, cualquiera que éste sea, no da lo mismo una palabra que otra, por mucho que el diccionario nos diga que son sinónimos. Esto lo saben los periodistas, los escritores, los filósofos, incluso los vendedores. Pero quizás quienes mejor lo sepan sean los políticos. Decía Ryszard Kapuscinski -a quien tanto se extraña en estas lides- que el comienzo de las guerras no lo marca el primer disparo con un arma de fuego sino el cambio del lenguaje. El lenguaje del odio llega antes que las bombas, explicaba quien había crecido en una Europa sacudida por la Segunda Guerra Mundial. Para quienes son capaces realmente de escucharlo, anuncia las bombas, la violencia, la represión.

Las palabras no son inocentes y por eso el poder, los poderes (''micro", ''macro" y de todo tipo), procuran controlarlas, cambiarles el sentido, ''limpiarlas" de su carga. Uno de los ejemplos clásicos de nuestro país es la ''institucionalización" de la Revolución en el nombre de un partido. ¿Qué mayor domesticación para una revolución que institucionalizarse? ¿Y el Tratado de ''Libre" Comercio? ¿Y las guerras ''preventivas"? En fin... los ejemplos sobran. Aquí y en todas partes.

Un modo inequívoco de domesticar las palabras es sencillamente borrarlas, hacerlas desaparecer. Bajo el autoritarismo no sólo las personas desaparecen. En la Argentina, por ejemplo, después del golpe de Estado de 1955, se prohibió el uso de las palabras ''Perón", ''peronismo" y todos los términos asociados a ellas.

Intentar borrar a las palabras del lenguaje, del habla cotidiana, de los discursos políticos, tiene el sentido inverso de la lucha por instalar nuevos términos que lleven a ampliar nuestra idea del mundo, que fortalezcan la democratización, la tolerancia, la inclusión, la solidaridad. Hasta hace no demasiado tiempo no habíamos aún sumado a nuestro léxico, y por tanto a nuestro imaginario, conceptos tales como ''equidad", ''ciudadanía cultural" y tantos otros. Es fundamental comenzar a nombrar para que las cosas existan (aunque sea como carencia, como aquello que queremos alcanzar).

Las palabras no son inocentes y esto lo saben bien nuestros funcionarios. Por eso es tan preocupante lo que ha pasado en algunas instancias de la Secretaría de Educación Pública (SEP), en especial en aquellas que tienen relación con las escuelas normales. Ni más ni menos que allí donde se decide cómo vamos a formar a quienes educarán a los niños de México. No tengo dudas de que el interés de un Estado por la educación guarda relación directamente proporcional con el lugar que ocupan los maestros; bajos salarios, malas condiciones laborales, problemas sindicales y un largo etcétera, nos dan idea cabal de lo poco que ha quedado de la herencia de Justo Sierra y de Vasconcelos.

Una vez más los maestros, y en este caso las escuelas normales, reciben el embate de la ignorancia disfrazada de tecnocracia y ''eficientismo", ahora mediante el uso del lenguaje. No hay otra explicación para que se haya solicitado a las escuelas que ganaron el recurso ''adicional" (¿otro disfraz del lenguaje para ocultar los brutales recortes de presupuesto?) otorgado por la SEP para llevar adelante el Proyecto de Planeación Institucional de cada una, que borraran de los programas prioritarios los términos ''cultura", ''arte", ''expresión", ''difusión", ''talleres creativos" y ''promociones artísticas y culturales", entre otros. De no hacerlo se quedarían sin los recursos. Así, por ejemplo, un espacio destinado a la ''difusión de las producciones académicas y culturales de alumnos y docentes" tuvo que convertirse en un espacio ''para (se quitó la palabra ''difusión") las producciones académicas y curriculares de alumnos y docentes". No hay duda: las palabras no son inocentes.

Confío en la buena fe y el compromiso de Josefina Vázquez Mota al frente de la SEP. Sin embargo, valdría la pena recordarles a quienes llevan a cabo estos procesos la importancia del arte y la cultura en la educación de una sociedad. Su fomento no es responsabilidad únicamente del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, señores ''técnicos", sino del sistema educativo completo del país.

Quizás valga la pena recordar que la educación que nuestra democracia necesita es aquella que permita el nacimiento de la palabra del otro, no su censura, que forme seres humanos libres, creativos, comprometidos con su sociedad, críticos, éticos, independientes, solidarios; seres humanos con ''sueños y utopías", como lo proponía Paulo Freire. El arte y la cultura juegan en esto un papel fundamental como espacios lúdicos, de creación, de sensibilización, de experimentación, de disfrute. Sólo así podremos desarrollar al máximo las potencialidades con que nacen los niños.

Quizás valga la pena recordar las palabras de la Otganización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Culturacon las que inicia el amplísimo capítulo que le dedica al tema: ''La educación por el arte es un derecho humano universal...", y cita a continuación -por si los hemos olvidado- algunos artículos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y de la Convención sobre los Derechos de los Niños (¿hará falta recordar también que en nuestro país, según datos del Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática, uno de cada seis niños de entre seis y 14 años trabaja?). Elijo el siguiente para compartir con ustedes:

Artículo 31: 1. Los Estados Partes reconocen el derecho del niño al descanso y el esparcimiento, al juego y a las actividades recreativas propias de su edad y a participar libremente en la vida cultural y en las artes.

Esperemos que nuestros técnicos no les sugieran a los organismos internacionales algunos "recortes" y "borramientos" en sus documentos.

 
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