Eje Central
El ahuehuete
Lo mejor que me ha dado este árbol es la sonrisa del viejo Ariel. La recuerdo siempre pero hay veces en que necesito sentirla, verla. En esos casos, no importa dónde me encuentre, desvío mi ruta con tal de llegar a la Plazuela de San Juan y ver el ahuehuete. Su sombra se proyecta más allá de la reja circular que lo mantiene cercado y así, en alianza con el sol, gana terreno.
En el ramaje del ahuehuete viven diez especies de pájaros -lo han dicho los expertos- y vaya usted a saber cuántas clases de insectos. Las hormigas negras son las más constantes y activas. En fila se pasan todo el tiempo subiendo y bajando por el tronco del árbol. ¿A qué horas dormirán? Al verlas pienso en las monjas que, todas las mañanas, iban del claustro a la iglesia y regresaban por las mismas calles.
Según nuestros cronistas, el ahuehuete lleva 486 años en la Plazuela de San Juan; pero si le sumamos las edades de todas las personas que lo vieron a lo largo de sus vidas el árbol carga siglos, más los 80 años de Ariel, su defensor.
II
Ariel vendía mieles de abeja y de maguey en tarros colgados de una armazón. Tintineaban al paso siempre apresurado del viejo. Su fama de adusto era otra sombra. Lo abrigaba durante las muchas horas que permanecía junto al ahuehuete esperando a sus clientes. Con frecuencia, Ariel llevaba trozos de panal en una canastita de la que escurrían hilos dorados. Se me antojaba acercarme y enredármelos en los dedos para devolverlos. A través de mi capricho escapaba en secreto de mi salón de clase. Desde mi pupitre junto a la ventana podía ver la Plazuela de San Juan y en el centro el ahuehuete.
Constante como las monjas y las hormigas, Ariel llegaba a las diez de la mañana con su carga de miel. Para regresar a casa yo tenía que atravesar la Plazuela de San Juan. Muchas veces sentí deseos de acercarme al mielero y preguntarle acerca de sus abejas y sus colmenas. Quería saber algo de él. Su aspecto me intrigaba porque iba enfundado en telas más que en ropas: ''Parece momia'', decían mis compañeras.
Una mañana, cuando apenas habíamos comenzado la clase, vi que se estacionaba en la plazuela una camioneta y de ella descendían cuatro hombres. Se pararon frente al ahuehuete y estuvieron hablando. Abrí un poco la ventana pero no logré oír lo que decían.
Uno de los hombres saltó la reja, caminó sobre las raíces del árbol y palpó su tronco como si fuera el vientre de una borrega a punto de parir. En ese momento apareció Ariel y se plantó en su sitio. Noté que procuraba ignorar a los intrusos, pero cuando lo vi dirigirse a ellos adiviné que había estado escuchándolos.
Los cinco estuvieron hablando mucho tiempo. Por fin Ariel no pudo contenerse más y agitó los brazos en prueba de su disgusto. Uno de los hombres, para tranquilizarlo, le palmeó la espalda.
Ariel se quitó el sombrero y con la cabeza inclinada habló ante los desconocidos. Lo escucharon indiferentes y acabaron por alejarse y abordar la camioneta. En cuanto no la vio más, Ariel tendió su mercancía en el piso, se acuclilló junto a la reja y se fundió con la sombra del árbol.
III
Cuando salí de la escuela me detuve ante el mielero. De entre sus ropas sacó un trapo, se enjugó la cara y me habló como si hubiera estado esperándome: ''Dicen que está enfermo. Lo van a arrancar para destazarlo''. Giró la cabeza hacia el ahuehuete. ''No está malo, está viejo, eso es todo; pero les urge deshacerse de él porque les estorba. Esta gente regresará mañana y actuará contra el árbol como los malos nietos y los malos hijos con sus abuelos y sus padres''.
Ariel se puso de pie tambaleante y levantó sus mercancías. Los frascos
y los tarros, en su tintineo, secundaron el temblor de sus manos. Pensé que el mielero iba a caerse y sentí miedo por él: ''Señor, ¿qué hago?'' Ariel se volvió hacia el árbol: ''Cuando lo tiren, ¿quién nos limpiará el aire y nos dará oxígeno? ¿Dónde se posarán los pájaros y las mariposas? ¿En qué otro sitio se ocultarán los pájaros y las mariposas? ¿En qué otro sitio se ocultarán los insectos? ¿Por dónde subirán las hormigas y escurrirá el agua de lluvia? No lo sé".
El mielero gritaba como un predicador. La gente que iba pasando por la Plazoleta de San Juan se detenía atraída por el tono de aquella voz. Los vecinos abandonaron sus casas y sus comercios y se acercaron para escuchar a Ariel: ''Mucho antes de que tuviera mi primer recuerdo mi mamá me traía a dar pasitos alrededor del árbol. Seguía la costumbre de sus padres, sus abuelos, sus tatarabuelos y los más antiguos pobladores de San Juan''.
Se hizo un silencio hasta que alguien se atrevió a preguntar: ''Don Ariel, ¿usted sabe quién habrá traído este árbol?'' El viejo inclinó la cabeza: ''Nadie lo sabe''.
"Mi padre decía que el viento, mi madre aseguraba que el tiempo. Así de sencillas eran las ideas de nuestros antepasados''.
Seguía llegando gente. Ansiosos de mirar, ordenaban a los de la primera fila que se sentaran. Contento de saberse escuchado por vez primera en mucho tiempo, soltó una risa que era más bien un chillido: ''En mi niñez sus ramas eran bajas. Mis hermanos y yo trepábamos por ellas. Allí se quedaron sus edades tiernas, sus risas, el dolor de sus caídas, la sangre de sus pieles desgarradas. Ahora que mis hermanos están muertos, cuando el viento sopla me parece que se despiertan de su último sueño. Los oigo reír y lloro con su llanto de niños''.
Ariel me miró como si nadie más estuviera rodeándolo: ''Y los amores, niña, y los amores. Bajo las ramas de este árbol, durante siglos, miles de enamorados se han protegido del sol, las miradas, la lluvia y hasta del olvido. Estas ramas están cargadas de recuerdos. Los refrescan la lluvia y la memoria de los viejos como yo, cuando se acuerdan''.
Una muchacha se inclinó sobre el niño que descansaba en su regazo: ''¿Sabes, mi amor? Después de que naciste y salimos del hospital tu papá nos tomó tu primera foto bajo ese árbol. La tengo bien guardada para dártela cuando seas grande''. Se oyeron risas y la voz de una anciana: ''El día de mi boda pasé por esta plaza rumbo a la iglesia. Anselmo, que en paz descanse, me tomó de la mano y en secreto me dijo una cosa muy bonita: 'Mi amor por ti durará más que este árbol'.''
Melisa, apoyada en su muleta, se dirigió a Ariel: ''Cada vez que iba a mi terapia lo veía a usted parado junto al árbol y me decía: cuando me duela la curación, para olvidarme del dolor voy a pensar en el saborcito dulce de la miel''.
Mauro, el carpintero, se levantó: ''No es justo que un árbol tan lleno de vida esté condenado a muerte. Todos los que le debemos algo estamos obligados a defenderlo''. Ariel soltó otra de sus risitas: ''¿Y cómo? Vendrán mañana, de seguro al amanecer, cuando estemos dormidos''. Se escuchó una voz: ''Pues lo velamos, a ver si los taladores se atreven. Por seguridad, será mejor que los niños no vengan. Los demás vayan a sus casas para avisarles a sus familias que permanecerán aquí. Los que quieran y puedan, regresen antes de las cuatro de la mañana''.
IV
Quienes intervinieron en la ocupación del árbol nos han contado muchas veces cómo sucedió todo.
Entre risas, en desorden, se reunieron en la plazuela. Conforme iban apareciendo tomaban su sitio. Los ancianos se acostaron sobre las raíces del árbol; las mujeres formaron una cadena en derredor del tronco; los jóvenes se subieron por las ramas mientras los pájaros cantaban su protesta por aquella invasión.
Ariel me contó que para conjurar el peligro de que alguien se cayera de las ramas altas se pasaron las horas contándose historias familiares, recordando a los ausentes y cantando. Cuando aparecieron los primeros rayos de sol, Ariel les ordenó guardar silencio para sorprender a los taladores.
El barrio de San Juan estaba quieto. Quienes vivíamos cerca de la plazuela pudimos verlo todo desde nuestras ventanas. Nunca olvidaré el ruido de las camionetas estacionándose, la rapidez con que los taladores saltaban con sus sierras eléctricas. Uno gritó: ''Primero hay que quitar la reja''. En ese instante, por entre las ramas del ahuehuete, aparecieron los hombres y las mujeres que habían decidido convertirse en sus guardianes. Inmóviles, como si fueran parte del ahuehuete, se mantuvieron indiferentes a las preguntas que los recién llegados les gritaban: ''¿Qué es esto?'' ''¿Qué pretenden?'' ''¿Creen que así van a impedir que quitemos el árbol?''
Ariel fue a su encuentro. Entre el suave tintineo de los tarros de miel contestó a todas las preguntas con una sola respuesta: ''Ya lo acordamos: este árbol está lleno de vida, de nuestra vida. No merece la muerte''.
Desde entonces no hemos vuelto a proteger el árbol. Lo defienden las aves, las hormigas y los muchos recuerdos que penden de sus ramas.