Dos horas duró la cátedrá de fina música en el Ruta 61
Bella tempestad provocó la guitarra de Lurrie Bell
Ampliar la imagen Lurrie Bell Foto: Kurt Swanson
Llueve en su corazón como llora en su guitarra, porque cuando algo brilla de repente entre lo oscuro es que se trata de un relámpago, azul turquesa, de sonido que nace de la hermosa guitarra Gibson, roja, del maestro Lurrie Bell, quien la noche del sábado hizo que la lluvia fina que refrescaba la calle se convirtiera en una tempestad de belleza puertas hacia adentro durante las dos horas en que el bar Ruta 61, catedral de una música muy fina, se colmó de blues con una intensidad rayana en lo sublime.
El maestro, alumno de maestros, hijo de maestro, maestro ya él mismo entre maestros, Lurrie Bell marcó las 12 campanadas del sábado pasado con una frase en su guitarra que sonó en sol mayor, pero que en realidad fue un golpe de inspiración de cíclope que despeinó las melenas, hizo volar las faldas, levantó las pestañas de las mujeres y las cejas de los hombres con un sonido rasposo, áspero y rotundo, potente como relámpago y suave como una caricia brutal.
Conocido en México gracias a los buenos oficios del maestro Raúl de la Rosa, cuando Lurrie C. Bell era un magro joven que tocaba en la banda de su padre, el legendario armonicista Carey Bell, fallecido el 6 de mayo pasado, el ahora rotundo Lurrie Bell regresó en tres sesiones consecutivas desde el jueves, la tercera de las cuales, iniciada el último minuto del sábado para culminar a las dos de la madrugada del domingo, lo refrendó como uno de los grandes herederos de la tradición madre del blues de Chicago, esa música de esferas que prefiere la sencillez como manifestación de lo difícil, la frescura como epifanía de lo arduo, la honestidad expresiva como supremacía musical.
Acompañado por el grupo de casa, La Vieja Estación, Bell lanzó dos horas de saetas que sobrevolaron la espesa niebla sobre las cabezas de los circunstantes con piezas de blues clásico y elevó a 61 grados Fahrenheit la temperatura del Ruta 61.
La estrategia de la elocución de maestro de este guitarrista es siempre una sorpresa: suelta cuatro acordes pero el quinto lo tapa de inmediato con su mano derecha puesta entre el puente y el mástil para continuar los compases sexto, séptimo y octavo con notas ascendentes. Esas circunvoluciones las repite a placer con variaciones, hasta que, en la cúspide del clímax, suelta nuevamente cuatro acordes pero el quinto lo sostiene y lo hace vibrar con los dedos puestos en las cuerdas sobre el mástil y entonces los compases sexto, séptimo y octavo se desgranan ahora en una cascada de luces tenues, pero brillantes, en su magia que repta en una cantinela lujuriosa que repite en trémulos concéntricos a la manera de un embrujo.
Ceremonia de iniciación
Cuando suelta una versión encandilante de una pieza maestra de Albert King, con sus coros de guitarras, sus cambios de ritmo y sus entrecruzamientos de velocidades sónicas, eso ya es una ceremonia de iniciación completa, lo mejor de la noche hasta ese entonces que habría de madurar y, por tanto, mejorar todavía más en un solo inenarrable con notas largas, largas, largas, con elegancia suprema, mientras por su rostro se ramifican, cual vertientes del río Mississippi, gruesos veneros de sudor que desembocan en la siguiente pieza: un blusecito matador en una sucesión de notas todavía más lentas, lentas, lentas, como una lluvia de capullos, una cascada de pétalos de orquídea en su bello descenso cual arena blanca de clepsidras.
Suena ahora la guitarra de Lurrie Bell como si toda la poesía de Paul Celan hubiera volcado su furia de alondras en ascenso y sus callados gritos de grulla enamorada sobre las cuerdas de la Gibson con intensidad tal que la cuerda sol se reventó en el preciso instante en que pronunciaba su frase que parecía educada en el cantar de los cantares.
Le ofrecen una guitarra de repuesto, pero los hombres del blues son así: por nada en el mundo abandonan su caderona y entonces el maestro se dirigió al micrófono para pedir un descanso obligado y cambiar la cuerda que se había extraviado en sus intensos desvaríos.
Cuando regresó lo que hizo fue responder en una hora todas las preguntas que todos los filósofos no han podido resolver en cinco siglos de historia. ¿Qué puede hacer un mísero mortal cuando le cae encima el blues? Hacer latir la música, que salva, responde el maestro Bell y hace tintinar el universo entero en tonos rojos, del mismo color de las mejillas de su compañera, la caderona Gibson, lamiendo los bordes del abismo, besando las alas de las aves, para suspender el tiempo en un intenso, sublime, candoroso y rutilante reef que terminó por convertir la brisa de hacía algunos instantes en una tempestad de bendiciones. Lloró entonces dulcemente su guitarra en su corazón de la misma manera como había llovido sobre las calles el mundo.