Usted está aquí: domingo 20 de mayo de 2007 Opinión ¿Es Evo un maldito enemigo del pueblo?

Guillermo Almeyra

¿Es Evo un maldito enemigo del pueblo?

Para algunos no hay duda. Hay quienes declaran que "no hay que mirar a Bolivia" y quienes en cambio decretan que Evo Morales "jamás descolonizará el país", que las nacionalizaciones que ha anunciado no son tales y, olvidando que el apoyo al gobierno indígena y popular supera el 75 por ciento, dicen muy sueltos de cuerpo que todos los movimientos sociales se hacen contra el gobierno.

Bolivia, no es necesario aclararlo, es un país que, como el resto del mundo, sigue siendo capitalista pero, como Venezuela, Cuba y Ecuador, vive un dinámico proceso antimperialista, algunas de cuyas formas son objetivamente anticapitalistas y ayudan a construir gérmenes de poder popular que enfrentan la lógica del capitalismo. En Bolivia no existe un partido único identificado con el aparato estatal que pueda asfixiar a una sociedad civil frágil pero multiforme y en agitación permanente, y que pueda, por lo tanto, hacer correr el peligro de la burocratización rápida del actual proceso revolucionario rampante en curso. Es más, las relaciones sociales que dan base al Estado nunca han dejado que éste se consolide y, al menos desde la revolución truncada de julio de 1952, ha sido el país que ha ofrecido el ejemplo más claro de la construcción del doble poder (el cogobierno Central Obrera Boliviana-Movimiento Nacionalista Revolucionario, las milicias obreras y campesinas, las zonas rojas mineras, etc).

El gobierno de Evo además no se apoya en un partido que pueda hacer llegar hacia abajo la presión del aparato estatal, sino en un pool de movimientos sociales y sindicatos -el Movimiento al Socialismo- que hace llegar parcial y deformadamente hacia aquel aparato la presión continua de todos los sectores de la población oprimida y explotada, presión que se concentra bajo formas y objetivos de cultura obrera difusa (el sindicalismo, el clasismo, la aspiración socialista), los cuales están mezclados todavía -no podía ser de otro modo por razones históricas- con los intereses corporativos, el caudillismo, el localismo, el anarquismo campesino. La muy importante decisión de Evo de suprimir los aportes financieros estatales a los partidos dará sin duda mayor peso a los movimientos sociales, al poder local, a la independencia de aquéllos frente al gobierno, o sea a la descolonización en curso, a la reconstrucción política del país.

Los movimientos sociales presionan al gobierno para arrancarle concesiones, pero no sólo no se oponen al mismo sino que constituyen su única base social de apoyo. En el gobierno hay, sin duda, quienes quieren dar vida a una mezcla entre los gérmenes de poder popular y los ayllus prehispánicos, por un lado, y el capitalismo de las pymes, por otro, y bautizan a este engendro de una imaginación chola "capitalismo andino". Ellos quieren, en esa perspectiva, "ordenar" la revolución, encauzar y frenar los movimientos sociales, reforzar el aparato estatal. Son una tendencia, pero no son la mayoría, y Evo Morales y los sindicalistas campesinos están en una línea opuesta. Aunque llenen a veces sus lagunas ideológicas con ideas importadas de Cuba y Venezuela, que a su vez las trajeron, modificándolas algo, de la burocracia antisocialista de los países del mal llamado "socialismo real" (partido único, capitalismo de Estado, planificación desde arriba, supresión de los organismos autónomos populares -consejos- y de la autonomía del movimiento obrero).

Bolivia es demasiado pequeña y pobre, está en una región dominada por tres gobiernos empeñados en desarrollar el capitalismo de "sus" burguesías (Chile, Argentina, Brasil) y vive en una situación internacional (y nacional, dados los intentos secesionistas de la oligarquía) que es hostil y todo eso limita el margen de maniobra de su gobierno. Lo sorprendente, pues, no es que Morales no haya acabado en un año con el capitalismo en las tierras yermas del altiplano, sino todo lo que ha hecho en el camino de la descolonización, de la independencia nacional y del anticapitalismo, como la recuperación de las industrias estratégicas a pesar de la presión de las trasnacionales o los comienzos de una reforma agraria. Porque en Bolivia se juntan y mezclan tres revoluciones: la étnica y cultural, por la igualdad de los indígenas con cholos y blancos y por la construcción de un Estado de todos los pueblos y el desarrollo de las culturas, el poder y los derechos y los modos de vida de los pueblos originarios; la nacional, por la independencia frente al capital trasnacional y a Estados Unidos; y la social, por la igualdad, la fraternidad, la libertad, el desarrollo.

En Bolivia, claramente, una revolución democrática sólo puede culminar con el poder de los trabajadores que, por cierto, el MAS no puede asegurar, pero que es imposible sin la experiencia transitoria con el MAS, los gérmenes de doble poder y la misma Asamblea Constituyente. Por supuesto, las Constituciones, decía Lassalle, son pedazos de papel en la boca de un cañón, y sin "cañón", o sea, sin una relación de fuerzas que las haga cumplir, no pasan de ser buenos deseos. Pero eso no significa que ni las Constituyentes ni las Constituciones carezcan de importancia política sino que hay que desarrollar el poder popular para hacerlas realidad partiendo de la lucha democrática. Porque al tratar de cambiar el país sobre otra base de clase y con otro poder estatal muchos pasan gradualmente, por su propia experiencia adquirida en la escuela del combate y del desarrollo de sus capacidades intelectuales, del simple democratismo a una posición clasista, consejista o incluso socialista. ¿O habría que esperar, en cambio, que los oprimidos maduren, adquieran conciencia y se politicen gracias a una Iluminación repentina o al Verbo de algún Salvador?

 
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