Usted está aquí: sábado 19 de mayo de 2007 Opinión El día del homenaje impúdico

Leonardo García Tsao

El día del homenaje impúdico

Cannes, 18 de mayo. Si se premiara el exceso de pretensiones, el ruso Andrei Zviaguintzev sería un candidato pujante para la Palma de Oro. Ya su sobrestimada opera prima, El regreso, señalaba a un director de calculado esteticismo para colocarse en el circuito internacional. Ahora con Izgnanie (La proscripción), se perfila como otro aspirante a la herencia de su tocayo Tarkovski, un modelo que les queda a todos los wannabes como un abrigo demasiado largo y pesado.

Sobre un relato de William Saroyan, el cineasta establece a una familia con tensiones. Después de viajar a una cabaña en la provincia, la madre de dos niños le confiesa a su esposo que nuevamente está embarazada pero que él no es el padre. Eso desata los mecanismos de una tragedia y Zviaguintzev aprovecha para echarle de todo al costal: un trasfondo metafísico, referencias religiosas, una meditación a lo Dostoiekvsi sobre la culpa, elaborados planos-secuencias a lo Andrei Tarkovski, una luz crepuscular o del amanecer para la mayoría de las escenas y un remate desconcertante que incluye un gratuito canto al trabajo de la tierra tipo Dovzhenko.

En la banda sonora no podían faltar música sacra, composiciones de Arvo Pärt ni el papel tornasol que identifica al cineasta que quiere añadirle significados enigmáticos a sus imágenes. La película dura dos horas y media, y cada minuto se siente como si se arrastrara por la pantalla. Después de Izgnanie, hasta la nueva realización de Alexander Sokurov va a resultar un entretenimiento ligero.

Si hay algún género temible dentro de la vena del homenaje, es el musical en su acepción francesa. La primera concursante local, Les chansons d'amour (Las canciones de amor), de Christophe Honoré, también tiene sus tótems a emular: Jacques Demy, obviamente, pero también François Truffaut. Lo que comienza como un ménage-à-trois se convierte en una reflexión sobre la pérdida, pues una de las chicas -la desabrida Ludivine Sagnier--muere de un mal cardiaco; tras un breve duelo, el protagonista (Louis Garrel, imitando la pose de niño malcriado de Jean-Pierre Léaud), encuentra consuelo en los brazos del jovencito que lo persigue. Las canciones compuestas por Alex Beaupain suenan a la misma balada, con diferente letra. Y la única coreografía consiste en que los personajes caminan mientras cantan. Aunque la película es más inofensiva de lo que aparenta, sigue siendo bastante inútil.

Otro tipo de musical fue la cinta que inauguró ayer la Quincena de los Realizadores. Control es el debut como director del fotógrafo holandés Antón Corbijn y es una biopic sobre el cantante británico Ian Curtis, quien se suicidara en 1980 justo cuando su influyente grupo Joy Division empezaba a hacerse famoso. Las depuradas imágenes en blanco y negro recuerdan al Free Cinema inglés pero el tratamiento es Hollywood puro.

En su relato lineal, Corbjin no se salta un solo cliché de la fórmula sexo, drogas y rocanrol, sólo que en este caso el sexo es culposo (Curtis sufre porque engaña a su esposa), las drogas son medicina para controlar su epilepsia y el rocanrol, las memorables composiciones de Joy Division se usan como cancionero ilustrado.

El más grave error es el miscast del novato Sam Riley, colocado en el papel protagónico. Sobre el escenario, el verdadero Curtis cantaba con la intensidad de un poseído; pero el actor sólo es capaz de una pálida imitación y una permanente pose de azote. Mientras tanto, la siempre solvente actriz Samantha Morton se reduce a fungir únicamente como la abnegada esposa del rockero. Hasta Michael Winterbottom dio un testimonio más enérgico e ingenioso de ese período en 24 Hour Party People.

La estrategia en la programación de cualquier festival es reservar los títulos fuertes para el primer fin de semana. Los viernes el programa puede darse el lujo de aflojar la marca.

Vamos a ver si es cierto.

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