El sendero de la dictadura
En el año 70 antes de la era presente, Roma era una República. Pero Marco Licinio Craso, un político menor con mucho dinero, soñaba con ser dictador. Cuando comienzan las rebeliones de esclavos, y en especial la encabezada por Espartaco, Craso observó que los ciudadanos romanos, con el terror en el corazón, estaban dispuestos a sacrificarlo todo con tal de conservar sus privilegios.
El ejército de gladiadores de Espartaco estaba más interesado en escapar a Africa que en marchar sobre Roma y por eso contrató una flota mercenaria. Pero Craso no quería dejar escapar la oportunidad: sobornó a la flota para que se alejara, manipuló a las legiones para cerrar toda vía de escape y sólo dejó abierto el camino que conducía a Roma. El terror hizo lo demás: el Senado nombró a Craso Praetor para resguardar a la ciudad.
Con la ayuda de las legiones de Pompeyo como refuerzo, el ejército de Espartaco fue destruido y Craso regresó a Roma. Los días de la República estaban contados: Craso y Pompeyo fueron elegidos cónsules y poco tiempo después surgió el Triunvirato, ahora con Julio César. Más tarde seguiría el Imperio con sus emperadores endiosados. Adiós a la República y sus virtudes ciudadanas.
Las lecciones de Roma siempre fueron útiles en la educación política, pero parece que muy rápidamente son olvidadas. Ahí está el ejemplo de nuestro país, al que los acontecimientos lo arrastran lentamente, pero con seguridad, hacia la dictadura. El gobierno de Felipe Calderón parece haber recorrido las cuatro etapas que se necesitan para completar este proceso.
La primera etapa en la trayectoria hacia la dictadura consiste en sacar al ejército de sus cuarteles y convertirlo en parte esencial de la vida pública. En México este proceso arrancó hace mucho, con episodios más o menos aislados, como el asesinato del líder campesino Rubén Jaramillo y su familia (mayo 1962), hasta la masacre de Tlatelolco, pasando por otros tantos episodios sangrientos en el México rural. Pero hoy la presencia del Ejército es más importante desde el punto de vista político y su efecto en la vida cívica de la nación será duradero.
Utilizar a las fuerzas armadas en labores de policía es desde luego inconstitucional. Sus tareas en tiempos de paz son aquellas que competen a su propia disciplina. El ejército sólo puede intervenir para mantener el orden en alguna región cuando el Congreso decide la suspensión de las garantías individuales. Eso es algo que los voceros que aplaudieron el uso de la "fuerza legítima del Estado" en Chiapas siempre ignoraron. Hoy parece que ya nadie se molesta con este tipo de nimiedades, pero, cuidado, la Constitución no es una ley: es el máximo estatuto político en una República.
La segunda etapa consiste en inventar una guerra. Al igual que Craso y George W. Bush, el gobierno mexicano ha inventado su propia versión de la guerra contra el terrorismo. Las guerras permiten hacer de la presencia de un instituto militar algo habitual en la vida pública. Los operativos militares que involucran a miles de efectivos no tienen otro efecto que dejar claro que las fuerzas armadas son el garante en última instancia de la estabilidad política. Juego muy peligroso éste, que arriesga todo el espacio político con tal de dar la impresión de que el orden se mantiene.
La tercera etapa implica adaptar el sistema legal para la represión: todos los opositores deben ser castigados de manera ejemplar. También aquí encontramos algo que en México siempre ha existido, sólo que ahora tenemos un proceso generalizado. Las reformas al Código Penal son el mejor ejemplo: equiparables al tipo penal de la disolución social, representan un retroceso de 50 años. Oponerse es delinquir.
La última etapa es producto de la historia de México y es el testimonio de un fracaso político de largo aliento. Consiste en gobernar para unos pocos y con unos cuantos: es el secuestro del Estado para usarlo en beneficio de una camarilla. Ha sido posible porque el Congreso no es un contrapeso del Ejecutivo, sino un organismo disfuncional incapaz de analizar las leyes que aprueba. Desde la ley Monsanto, hasta la ley Televisa, pasando por el Presupuesto de Egresos, el Congreso actúa más como un mitin callejero que como un cuerpo colegiado en el que se debate la legislación de manera razonada.
Por su parte, el Poder Judicial nunca pudo consolidar su autonomía. Las sentencias a los participantes de la lucha en Atenco son el último ejemplo. Simulaciones de leyes, disimulo de juicios, pretextos e imposturas, ingredientes del camino a la dictadura.
Dicen que las revoluciones devoran a sus hijos. Pero una dictadura se come a quien la engendra. Felipe Calderón debe tener cuidado. Está en el umbral de un proceso del que no hay regreso. Su presidencia ha sido cuestionada en sus orígenes, pero hoy está amenazada por sus propias decisiones. ¿La verdadera mala noticia? La transición democrática, si alguna vez arrancó, ha quedado trunca.