Mercedes, la indispensable
Te fuiste sin avisarme.
Sin pedirnos permiso. Sin decir agua va.
Muy en tu estilo, por supuesto. Muy a tu manera: tempestuosa, impredecible, voluntariosa.
Y nos dejaste con la boca y el corazón abiertos.
De pronto, así como desapareciste, se me vinieron de un golpe todos los recuerdos de los años en que trabajamos juntos cuando tú eras directora del Centro Cultural de México en París y yo consejero cultural de la embajada.
No fueron años fáciles. El trabajo era mucho, muchísimo, y algunas veces ingrato. Pero los logros fueron enormes. Nos llenaron de un orgullo legítimo, porque nuestros esfuerzos estaban dedicados a México. A asombrar a los franceses con el genio de nuestros artistas.
Recuerdo, como si lo viviera otra vez, el día en que íbamos en el automóvil del embajador a 240 kilómetros por hora, bajo la lluvia, camino a Lille. Teníamos que inaugurar allí una feria en la cual México era el invitado de honor, y un problema inesperado nos había retrasado. El embajador era Jorge Castañeda, Castañeda padre, por supuesto, Don Jorge. Con él y con su esposa Alicia, no sólo disfrutamos de algunos restaurantes maravillosos: también, ¿te acuerdas?, de la visita a algunas catedrales góticas de las que tanto sabía don Jorge, un hombre ilustrado por excelencia. Un gran diplomático.
Una vez, recuerdo, a causa de un error de Relaciones Exteriores, una exposición de textiles mexicanos que pa-seábamos por toda Europa se abrió en Ivry-sur-Seine apenas unos cuantos días antes de la fecha en que estaba programada para inaugurarse en Berlín. La Casa de México nos prestó entonces el hermoso y rico vestuario de su ballet folclórico, y con él, y en el transcurso de sólo unas cuantas horas -de un lunes-, cambiamos una exposición por otra y todo mundo quedó contento.
Sería muy larga la relación de las aventuras culturales que compartimos. Pero creo que vale la pena mencionar la exposición dedicada, en el Centro Cultural, a la celebración del segundo centenario de la Revolución Francesa. Tuviste la idea genial de reunir una buena cantidad de grabados de época sobre la revolución y de viajar a Ocumicho, en Michoacán, para mostrarles las láminas a las mujeres escultoras por las que se distingue ese pueblito de Tangancícuaro, y pedirles que hicieran grupos de figuras según lo que esos grabados les inspiraran. Y en todas sus obras, ¿te acuerdas? se apareció el diablo, como si esas mujeres supieran -en realidad lo saben-, que en todas las revoluciones se aparece el diablo.
Fue gracias a ti que escribí unos textos de los que quedé muy contento. Uno fue para el catálogo de esa exposición, y llevaba el título de ¿Al diablo con la Revolución Francesa? Otro, para el precioso libro que editaste, dedicado a la belleza y la poesía de las artesanías mexicanas, y uno más para el catálogo de la espléndida exposición que, sobre nuestros queridos y emblemáticos volcanes, el Popo y el Izta, montaste en el Palacio de Bellas Artes. Si no hubiera sido por ti, nunca los hubiera escrito, y no hubiera aprendido lo que aprendí escribiéndolos. Te agradezco, pues, en el alma, tu insistencia. Porque si nunca fuiste rogadicta, tendrás que reconocer que sí eras insistencialista.
Y déjame decirte, de una vez, que lo que más admiré de ti, aparte de tu belleza, tu gallardía, tu presencia, tu carácter, tu inteligencia, fue siempre el amor que sentías por México. Tu compromiso de corazón con todas las expresiones artísticas de nuestro país.
También recuerdo, como si hubiera sido ayer, las palabras que pronuncié hace casi 20 años, cuando dejaste el Centro Cultural de París. Dije entonces que no es cierto que ningún ser humano es indispensable. Todos somos indispensables porque somos únicos: nadie ha sido nunca igual a otro ser humano y nadie lo será jamás en toda la eternidad. Y agregué que tú nos eras indispensable en París como lo fuiste antes y después en México, y no sólo para los centros culturales y las instituciones que estuvieron a tu cargo, sino lo que es más importante, para tus hijos, tus amigos, tus admiradores y todos aquellos que se vieron agradecidos con tu amor, tu generosidad y tu sabiduría. Hoy, me permito hacer una paráfrasis de George Orwell: todos los seres humanos son indispensables, pero hay unos que son más indispensables que otros. Tú fuiste de estos últimos.
Guadalajara, abril 18 de 2007
Texto del autor escrito en memoria de la promotora cultural Mercedes Iturbe, recientemente fallecida