Según cuentan los cucapá
El muchacho travieso y el monstruo turbulento
En el Cerro del Águila (Wi
Shpa), frente a la tierra de los indios cucapá de El Mayor,
vivía una señora con su sobrino. Antes ahí
nada había: no estaba el río Hardy; no estaba el rancho
de La Puerta ni el poblado Durango; no estaba la colonia Zacatecas;
no había mexicanos ni gringos, puros indios.
Antes había muchos
gigantes. Esos gigantes
vivían al sur.
El sobrino de la señora
era un muchacho muy travieso, testarudo; le gustaba recorrer la
sierra. Él no tenía miedo a nada. El muchacho tenía
un perro al que quería mucho y que era su compañero.
El perro era pinto, muy bonito.
El chamaco sabía
que lejos, millas al sur, vivía un monstruo muy grande y
muy feo que no dejaba pasar a los paisanos para la costa sureña,
donde están los borregos, los venados, las gallinas del monte.
A este monstruo los paisanos viejos le tenían mucho miedo.
Desde que era chiquito,
el chamaco sabía que él iba a matar al monstruo.
Un día, cuando
amaneció, el chamaco dijo a su tía que tenía
ganas de ir a matar al monstruo y que iría. La tía
primero se asustó mucho, pero luego se enojó y le
dijo que no tenía su permiso porque el monstruo se lo tragaría.
Tú no sabes
lo que dices --le dijo.
Tía --contestó
el chamaco--, yo te dije que mataría al monstruo y voy a
buscarlo.
La tía habló
muy enojada:
¡Chamaco
travieso, crees que todo es muy fácil; el monstruo te comerá!
El chamaco no le hizo
caso; dijo que él con su arpón mataría al monstruo.
Como no quería ir solo, dijo que llevaría a su perro
pinto.
La tía seguía
enojada y lo regañó, pero el chamaco respondió
que se iría a dormir porque pensaba levantarse muy temprano,
con la aurora, de madrugada.
En la mañana,
cuando aún no salía el sol, el muchacho tomó
su arpón, se puso su plumero en la cabeza, agarró
el arco y la flecha, y con su perro se fue para el sur.
Después de correr
muchas millas, el muchacho y el perro llegaron al escondrijo de
la bestia. Iban corriendo por un camino derecho, pues no había
más que un camino. De pronto, acabó el camino y la
carretera se terminó.
Ahí estaba el
animal; era un monstruo muy feo, muy grande, negro, lleno de espuma.
El monstruo estaba dormido boca arriba.
El chamaco travieso
contempló al monstruo, que estaba acostado con sus dos huevotes
de fuera: un huevote colorado de este lado, un huevote azul de aquel
lado. El animal resollaba como roncando. Toda la región temblaba
con sus resuellos.
El chamaco travieso
no tuvo miedo. Agarró su arpón y cautelosamente se
acercó a la fiera dormida. Cuando estuvo cerca, rápido
le picó el huevote colorado; luego del escroto rojo surgió
un chorro de agua colorada que brotó por este lado, inundando
todo aquello; entonces el chamaco vio cómo había agua
azul para aquel lado y agua colorada para éste. Para allá
quedó un mar, para acá un río.
El monstruo, gimiendo,
se despertó y se levantó. Cuando vio cómo sus
escrotos habían sido picados por el arpón del muchacho
cucapá, emitió un rugido lleno de dolor y odio. El
animal era muy feo, pero enojado se veía peor. Fue entonces
cuando el muchacho travieso tuvo mucho miedo.
El monstruo lo vio lleno
de rabia, envuelto en sus espuma, y en aquellas aguas turbulentas,
rojas y azules.
El monstruo se levantó
mientras que el agua no dejaba de brotar. El muchacho le habló
a su perro y le dijo: "Corre, perro pinto, vamos corriendo los dos
porque el monstruo nos va a tragar. Mi tía tenía razón;
este monstruo nos va a tragar si no corremos para el Cerro del Águila".
Luego se supo que el
chamaco y el perro se vinieron por el mismo camino corre y corre,
milla tras milla. El animal, con sus turbulencias, los venía
siguiendo. Se los quería comer.
El chamaco y el perro
venían corriendo por el camino, y al voltear a ver si los
seguía el monstruo, se dieron cuenta que pronto serían
alcanzados. Entonces, el muchacho travieso se paró y de un
golpe clavó su arpón en la tierra. El arpón
detuvo un poco el agua de las turbulencias del monstruo, mientras
que el chamaco y su perro volvían a correr rumbo al Cerro
del Águila.
Dicen que el arpón
se quedó clavado; ahí está en la bahía
de San Felipe; todos lo pueden ver. Está ahí, clavado
en la arena, rodeado del agua azul de turbulencias del monstruo.
El que quiera verlo, que vaya.
El monstruo se detuvo
un poco por el arpón, pero como estaba muy enojado siguió
adelante, tras el chamaco y el perro. Quería tragarse al
muchacho que le había roto los escrotos.
El chamaco y el perro
seguían corriendo; querían llegar a la casa de su
tía. Corrían sin parar, millas y millas.
Cuando venían
a la altura de La Ventana, el chamaco volteó y vio que el
monstruo nuevamente los alcanzaba para tragárselos; entonces,
se paró y se quitó el plumero. El plumero lo dejó
en el camino para que detuviera las agua turbulentas y al monstruo
mientras tomaban ventaja en la carretera.
El monstruo se detuvo
con el plumero, las aguas también. El plumero ahí
está en la Ventana. El que quiera verlo, que vaya; ahí
está.
El animal pasó
sobre el plumero y siguió bramando detrás del chamaco
y del perro. Ellos llevaban ventaja; él venía en sus
aguas turbulentas.
El muchacho venía
jadeante; deseaba llegar a su casa, a la casa de su tía.
La tía del chamaco vivía en el Cerro del Águila.
Ahí vivían los indios. Antes los indios eran gigantes.
Todo aquello era muy grande.
Después de correr
muchas millas, cuando ya ve-nían muy cansados, el chamaco
se dio cuenta que el animal los venía alcanzando y que se
los tragaría. Por eso le dijo a su perro: "Perro, échate
aquí. Mi perro pinto, creo que no llegaremos a la casa de
mi tía; ella tenía razón, nos comerá
el monstruo acuoso. Mi tía tenía razón; yo
no puedo matarlo, pero él sí nos comerá a nosotros".
El perro no contestó,
no dijo nada; venía muy cansado; casi se arrastraba por el
camino; se quedaba atrás, atrás, atrás.
Luego se echó
sobre el sendero. Vio que el monstruo ya los alcanzaba y que su
amo no llegaría al Cerro del Águila, a la casa de
su tía. Entonces, agonizó y se atravesó en
el camino para detener al agua turbulenta y al monstruo. Fue ahí
donde murió el perro pinto del muchacho travieso. Murió
echado sobre el camino. Ahí está el cuerpo del perro;
quien quiera, puede verlo. Desde lejos de contempla. Ahora es una
sierra, la sierra de Las Pintas.
El chamaco aprovechó
que el perro detuvo un poco al agua turbulenta y al monstruo. Asustado,
corrió rumbo al Cerro del Águila, pero aún
estaba muy lejos. El monstruo pasó sobre el cuerpo del perro
pinto. Venía muy enojado, con sus escrotos rotos, echando
agua azul y roja o por sus huevotes. Cuando ya estaba alcanzando
al muchacho travieso, éste se paró y de un golpe extendió
a lo largo del camino su arco. El arco detuvo un poco al agua turbulenta
y al monstruo. El arco ahí está, el chamaco lo dejó
en el camino. Quien quiera verlo, ahí está; se observa
desde lejos.
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Muy cansado venía
corriendo el muchacho travieso; el corazón se le saltaba,
no podía respirar, pero no podía descansar porque
el monstruo de nuevo venía detrás, muy enojado, y
quería tragárselo. Cuando el animal casi alcanzaba
al muchacho, éste clavó su flecha sobre el camino.
La flecha detuvo al monstruo y al agua turbulenta. La flecha ahí
está; quien quiera verla que nada más pregunte. Ahí
está; se observa desde lejos. La flecha logró detener
nuevamente al monstruo, pero éste pasó sobre ella.
El muchacho sentía
que iba a desmayarse, pero ya había llegado al pie del Cerro
del Águila. Corrió sobre sus laderas; quería
llegar a la casa de su tía. Venía llorando, pidiendo
perdón a su tía.
El muchacho llegó
al Cerro del Águila; subió poco a poco, mientras el
monstruo se acercaba para tragárselo. Ya para este tiempo
el muchacho travieso no tenía fuerzas. Logró llegar
hasta la casa de su tía, pero iba tan fatigado que al intentar
meterse a la casa tropezó, pegándose en la frente.
El chamaco cayó
para atrás, con la cara hacia el sol. Su cuerpo estaba muy
cansado por la carrera y el miedo. Ahí está, en la
montaña. Todos aquí saben cuál es el cuerpo
del chamaco travieso. El que quiera verlo, ahí está.
Ahora ahí está
el cuerpo del chamaco travieso; es la montaña, los cerros.
El cuerpo está quieto; tiene la cabeza para donde sale el
sol, los pies para donde se mete el sol.
Cuando la tía
se dio cuenta de que el chamaco había llegado a su casa y
que lo seguía el animal, lo reprendió:
¡Te lo dije,
el monstruo te tragará, muchacho travieso!
Pero se percató
de que el chamaco venía sin sus flechas, sin su arco, y no
traía a su perro pinto. El plumero ya no estaba en su cabeza
y el pelo suelto se enmarañaba en la ladera. También
se dio cuenta de que el muchacho no traía su arpón.
La tía se dio
cuenta de que el muchacho no podía hablar, que había
tropezado, que el perro pinto había muerto, que ya no tenía
flecha, arco, pluma ni arpón.
Fue entonces cuando
vio al monstruo que venía llegando al Cerro del Águila,
envuelto en muchas turbulencias. El monstruo era muy grande y muy
feo; era acuoso, bufaba, tenía dos huevotes rotos y su escroto
se arrastraba por la tierra. La tía se dio cuenta de que
el animal revolvía toda la tierra y que detrás de
él quedaba solamente el mar; que no había caminos;
que ya no se podrían ir a cazar al borrego, ni al venado,
ni a la gallina del monte.
La tía se enojó
mucho y gritó insultando al animal. Estaba también
muy enojada y no le tuvo miedo al monstruo. Con su mano tomó
de su oreja derecha una bolita de cerilla, que se hizo una piedra
muy dura. Pronto la aventó al monstruo y le dio en la nariz.
El animal gimió y se detuvo; venía envuelto en turbulencias
de agua salada, pero no murió; quiso tragarse a la tía
del chamaco travieso.
Fue entonces cuando
la mujer sacó de su oreja izquierda otra bola de cerilla,
que se hizo una piedra muy dura. Pronto la aventó al monstruo
y le pegó en el entrecejo. El animal dio un alarido al sentirse
herido de muerte.
Ahí estaba el
monstruo revolcándose, se retorcía en las turbulencias;
luego, herido de muerte, se venía arrastrando rumbo al norte,
haciendo mucho ruido, abriendo la tierra; traía sus turbulencias,
el agua hervía.
Fue entonces cuando
el animal se detuvo, se revolcaba; el agua turbulenta revolvía
todo. Ahí estaba en un charco de agua y tierra; se revolcaba,
luego se regresaba. Pero ahí quedó la huella de su
agonía. Ahí está la piedra negra, el Cerro
Prieto; ahí está la grasa hirviendo; ahí todos
la pueden ver. El que quiera, puede ir a verla.
El monstruo agonizante
se regresó, iba boqueando, se quería ir adonde nació;
tomó el rumbo por donde sale el sol. Iba gimiendo, envuelto
en turbulencias de agua salada, azul y roja, abriendo la tierra.
Agonizando, el animal
se fue al mar y se metió ahí, en la propia agua salada
y azul salida de su escroto. Luego dicen que fue un dios.
Después todo
quedó lleno de agua. No había más que agua.
Dios, el señor
que está arriba, se paró y miró para abajo.
Dio orden a las hormigas de que secaran la tierra. La secada de
la tierra es una historia muy bonita y larga, es historia de gente,
no es cuento.
Las hormigas secaron
la tierra. Dios dijo que trajeran semillas para sembrar. Los pájaros
vinieron con muchas semillas de sandía, calabaza, frijol.
Luego hubo animales.
Ellos se peleaban mucho. Los pájaros trajeron la semilla,
pero el corbejón mató al pescado; el venía
y limpiaba. Apestaba mucho, pero venía y limpiaba.
El cuervo sembró
sandía, calabaza, maíz; era muy trabajador. Cuando
la siembra nació, el cuervo se comió el maíz
y dijo: "Ahí les dejo el corbejón, el pelícano
y la garza, la sandía y la calabaza para que coman". Esto
fue cosa de gente, no es cuento. Fue así que quedó
todo aquello.
Versión
de Juan García Aldama, Pascuala Sainz Domínguez
Este relato
fue recogido en la obra A la orilla del Río Colorado.
Los cucapá, de Yolanda Ogás Sánchez. Salcar,
Mexicali, Baja California, 2001.
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