La ciudad vacía
Tragedia crónica mexicana: no poder situarnos ni en el tiempo ni en la geografía. Siglos tenemos buscando destino, perdidos entre el norte y el sur, entre pasado y futuro, por ello nuestro presente siempre es errático y mezquino, salvo cuando viene a rescatarnos alguna ruptura.
Paradójicamente, las convicciones son muy pobres. Desde el poder prevalece el interés minoritario y en la mayoría reina, las más de las veces, la confusión, el desasosiego, la inmediatez, el culto por la apatía. Entre los intereses minoritarios y el escepticismo hay una profunda correspondencia que va escribiendo la crónica de un país náufrago como el nuestro.
Antes había una democracia, garantizada por una mayoría clara, contundente e inobjetable; hoy es la democracia de las minorías, de los empates, de las alianzas de todos con todos al tiempo que se tocan los tambores de guerra de todos contra todos.
Sentados en una riqueza desgastada, el mundo nos observa. Unos nos aplauden y otros nos consuelan, pues hemos querido justificarnos por el hecho de que "así somos" por conquista, por fusión, por destino. Es el único lugar donde las contradicciones no sirven para crear una realidad nueva. Aquí la dialéctica falla y los que por definición se consideraban transformadores, ahora son los que resisten, y los conservadores traen la convocatoria de la modernidad con los lemas del siglo XIX.
La inercia es mala en un país con tantos problemas como el nuestro. La riqueza no se genera ni se distribuye de manera justa, pero tampoco se piden soluciones de manera correcta.
Lo peor para los desposeídos es haber reducido el lenguaje y refugiarse en el insulto. Las intolerancias gobiernan, ciegas como pájaros en la oscuridad del mar. Los políticos, cuyo trabajo como profesionales consiste en dibujar y organizar el futuro, apenas pueden con sus propios gastos, cada vez más crecientes, y se refugian en el abuso de lo intrascendente.
Un país no puede vivir sin política y México tiene como uno de sus principales problemas la ausencia de política. Los más atrasados gritan que no tienen partido, como si eso los salvara de la responsabilidad en el naufragio y piensan en un mundo menos organizado que la anarquía, más falso que el cielo de su fe y sus esperanzas, llenas de conceptos vacíos.
Por ello se impone que junto con el lenguaje que ofrece la modernidad, el poder oligárquico desate los fantasmas de sus obsesiones clericales y que en el tema de la salud incluya la venganza por la separación del Estado y la Iglesia, reclamando de nuevo los fueros. Militares y clérigos corren hacia el siglo antepasado y meten al país en la perspectiva del retroceso, cuando el mundo está recalentado, violentado, comunicado al instante, sumido en la cotidianidad de los bombardeos, la destrucción de culturas e imbuido en el pesimismo ecológico que cambia granos para nutrir personas por gasolinas que alimentan automóviles.
Tanta falta de perspectiva es dolorosa. El pesimismo se ha hecho el optimismo de los que se informan y buscan la explicación de las cosas y no sólo creer o no creer. Esto se parece más al oscurantismo que al Renacimiento, y los partidos han abrazado la fe más que el conocimiento. Les gusta exaltar lo que fueron y todos anuncian que son indispensables.
¿Es necesaria la verdad en México? No se trata de decir lo mal que estamos, eso ya lo entendimos todos, sino de ver la imposibilidad de resolver uno solo, el más pequeño de los problemas nacionales.
Unos nos dicen que la maldad es de los otros y demuestran su verdad a la espera del fracaso de los otros. Izquierdas, centro y derechas son ahora parte de un mismo coro que canta con graves y agudos las mismas piezas. Los más transformadores se convirtieron en restauradores y cuando el mundo se descentraliza plantean la centralización de todo y como solistas cantan al viejo presidencialismo, esperando su regreso.
Los modernizadores son clericales y junto al llamado de constituirnos en un país renovado proponen un orden de sacristía, de procesión, y nutren el pobre pacto social que nos queda con ex comuniones y la amenaza de no alcanzar el cielo. Este medievo del siglo XXI, armado de la más alta tecnología, es la doctrina del poder político y su moral.
Los grandes ricos han hecho un capitalismo de caricatura, una economía a la altura de un criollismo de baja estofa, de saqueadores. Estos son los complementos de quienes proponen como orden social y estructura política la misa dominical y el pensamiento maniqueo sobre el bien y el mal.
Tal pareciera que los transformadores, inquilinos de los lugares comunes que buscan la restauración del viejo régimen, se han unido en defensa del pasado con los modernizadores clericales buscando cambiar el siglo XIX.
A todo esto se ha impuesto la primavera como último recurso, pensando en todos los "hubieras" que hay en este país y su tragedia y lo que puede pensarse de toda ella, cuando la ciudad está vacía.