Petróleo: del mal holandés a la transición energética
No hay nada peor que una enfermedad grave. Bueno, sí hay algo más malo: un diagnóstico equivocado. Una receta errónea puede convertirla en una enfermedad terminal. Esta es la triste historia del petróleo mexicano a partir de 1975.
Desde hace muchos años existe una enfermedad económica que aqueja a los países que descubren dotaciones importantes de recursos naturales. Se llama el "mal holandés" y sigue un ciclo bien conocido. El descubrimiento de los recursos conduce a una apreciación del tipo de cambio, lo que produce un aumento en las importaciones y una caída en las exportaciones. El desequilibrio en la balanza comercial finalmente lleva a una fuerte des-industrialización. El nombre de esa enfermedad proviene de la experiencia de los Países Bajos a raíz del descubrimiento de los yacimientos de gas natural en el Mar del Norte.
Algo parecido le ocurrió a la economía mexicana cuando se descubrieron los yacimientos en la Sonda de Campeche a finales del sexenio de Echeverría. Las cosas se complicaron porque además de la tensión sobre la paridad cambiaria, surgieron fuertes presiones para que el país absorbiera capitales que buscaban operaciones rentables. El gobierno mexicano y algunos grupos industriales vieron en esto una gran oportunidad y el endeudamiento aumentó vertiginosamente. La desgracia no se hizo esperar.
Los síntomas de recesión mundial a principios de los años 80 provocaron una caída brutal en los precios del petróleo y un incremento de las tasas de interés internacionales. México tuvo el dudoso privilegio de inaugurar la crisis de la deuda a nivel mundial al declararse en suspensión de pagos. A partir de 1981-1982, el petróleo mexicano sirvió básicamente para enfrentar las cargas financieras de este descalabro. Los gobiernos que se sucedieron nunca cuestionaron esto (aunque en su delirio, el dúo Aspe-Salinas pensó que había resuelto el problema).
Las eternas cúpulas en el poder (banqueros, financieros, grandes industriales y empresarios que medraron y se privilegiaron con las privatizaciones, los líderes corruptos y los políticos profesionales) no sólo no revirtieron este estado de cosas, sino que lo promovieron. A esta corte de los milagros la acompañó una banda de funcionarios internacionales que hicieron todo lo posible para que México siguiera pagando deudas con petróleo. A la crisis de 1982 siguió la de 1987, y todo eso fue superado con creces por la debacle de 1995. Los recursos de Pemex siempre acudieron a la cita, pagando deuda externa e interna, así como "rescates" bancarios y carreteros.
Hoy el saqueo ya produjo su triste resultado y las reservas probadas de crudo en México alcanzan para nueve años y cuatro meses. Seamos claros: el petróleo ya se terminó. Pero al anunciar esta cifra en el aniversario de la expropiación petrolera, el señor Calderón advierte que es necesario "sacar adelante a Pemex". Aferrados al modelo neoliberal y a los proyectos privatizadores, el señor Calderón y su séquito no pueden entender que la naturaleza del problema es completamente distinta.
Hoy en día la energía primaria total que utiliza la economía mexicana es superior a los 10 mil 64 petajoules y el petróleo crudo es responsable de 72 por ciento de ese monto. Si a su aporte de 7 mil 228 petajoules le añadimos el de los condensados y el gas natural, tenemos que 90.8 por ciento de las fuentes de energía primaria en nuestro país provienen de los hidrocarburos. El resto de las fuentes de energía primaria se divide (en orden de importancia) entre hidro-energía, biomasa, carbón, energía nuclear, geoenergía y eólica. Es decir, la dependencia de la economía mexicana de los hidrocarburos es abrumadora.
Si los datos sobre reservas probadas son fidedignos (y hay que decir que la falta de transparencia en este ámbito no es un asunto menor), entonces enfrentamos ya una emergencia nacional de primera magnitud. Estamos a pocos años de un colapso energético que arrastrará al país entero a una hecatombe económica como nunca antes hemos experimentado.
Lo que urge es preparar la transición a una economía post-hidrocarburos. No sólo para hacer frente a la urgente tarea de reducir las emisiones de gases invernadero, sino para sobrevivir. Esa transición requiere de un proceso de cambio técnico sistémico en la industria (incluyendo el sector energético), el transporte y en el consumo residencial.
La rigidez al cambio técnico será un escollo mayor, pero no es el único. A nivel macroeconómico el problema es extraordinario: 40 por ciento de los ingresos fiscales provienen del petróleo. Además, el déficit crónico resultado de la torpe apertura comercial aplicada en México desde hace 20 años aumentará de manera insostenible cuando empecemos a importar crudo y derivados.
A pesar de este lúgubre panorama, el discurso que emana de Los Pinos y de la cúpula en el poder no está a la altura de las circunstancias. Está completamente equivocado en su diagnóstico y en sus propuestas. El problema no es sólo "rescatar a Pemex", sino enfrentar una emergencia nacional histórica. El mal holandés parecerá un simple catarro comparado con la enfermedad terminal de la economía mexicana si no se comienza a actuar ya.