La crisis ecuatoriana
La destitución de 57 de los 100 legisladores por el Tribunal Supremo Electoral (TSE) de Ecuador disparó una crisis apenas contenida desde que Rafael Correa asumió la presidencia, hace apenas dos meses, y decidió cumplir con su principal promesa electoral: convocar una Asamblea Constituyente. De esa forma el tribunal respondía a la destitución por el Congreso de su presidente, Jorge Acosta, por haber convocado a la ciudadanía a que se pronuncie si está de acuerdo con que se elija una Constituyente sin aval parlamentario. Este es, precisamente, el principal punto de fricción: si la Constituyente tendrá o no facultades superiores a las del parlamento, cuestión que se venía negociando sin que el gobierno y los diputados consiguieran ponerse de acuerdo.
En los hechos, la convocatoria de una Constituyente supone la posibilidad de desplazar la corrupta dirigencia política que maneja el país desde hace décadas. Todos sabían que en algún momento el enfrentamiento se volvería inevitable, ya que el presidente Correa no cuenta con diputados propios al no haber presentado listas parlamentarias. Esa fue, por cierto, una de las claves de su triunfo, ya que el Congreso -escaparate de los políticos profesionales- es rechazado por la inmensa mayoría de la población. Según encuestas, sólo 15 por ciento de los ecuatorianos apoyan la gestión del Congreso, al que culpan por la crisis institucional del país.
La reacción de los 57 destituidos es la que se esperaba: algunos forcejearon con la policía y unos 20 pudieron ingresar al recinto en el que se atrincheraron a la espera de una improbable resolución del Tribunal Constitucional que los reponga en sus cargos. Denuncian lo que consideran un "golpe de Estado", mientras el TSE los acusa de impedir la realización del acto electoral que ya estaba convocado. Tanto Correa como la Confederación de Nacionalidades Indígenas de Ecuador (Conaie), el principal movimiento social ecuatoriano, están convocando a la población a movilizarse en apoyo de las elecciones para integrar la Asamblea Constituyente, que se celebrarán antes del 15 de mayo.
Sin embargo, la crisis ecuatoriana que estalla ahora se viene incubando desde hace décadas y se instaló en el país hace 11 años. En efecto, el último presidente que pudo terminar su mandato fue el conservador Sixto Durán Ballén en 1996. A partir de ahí, los cuatro presidentes que le siguieron debieron abandonar el cargo en medio de levantamientos y movilizaciones populares. Ese mismo año el Congreso destituyó al derechista Abdalá Bucaram por "incapacidad mental para gobernar", en medio de protestas generalizadas contra la escandalosa corrupción y los tarifazos decretados. Gobernó apenas seis meses y no se le dio la oportunidad de examen médico ni derecho a la defensa, lo que revela la crispación que vivía el país.
Su sucesor fue Jamil Mahuad, quien asumió en 1998 luego de un interinato del presidente del parlamento. Siguió adelante con los planes de ajuste de sus predecesores y los profundizó al decretar la dolarización de la economía y la desaparición de la moneda nacional, el sucre. Fue la señal para el más amplio levantamiento popular -encabezado por los indígenas-, que esta vez incluyó la instalación de parlamentos populares provinciales, regionales y también nacional, en lo que fue la experiencia más amplia de gestación de contrapoderes desde abajo. La caída de Mahuad, en enero de 2000, se produjo en medio de un levantamiento apoyado en el último momento por un grupo de militares que durante unas horas tomaron el parlamento y la Casa de Gobierno. El coronel Lucio Gutiérrez, que había apoyado a los rebeldes, fue el principal beneficiado y accedió al gobierno en 2002 con apoyo de la Conaie. Pero Gutiérrez, quien traicionó a sus aliados profundizando el paquete neoliberal, duró poco más de dos años y se vio forzado a renunciar el 20 de abril de 2005 luego de una semana de movilizaciones.
Parece evidente que el Consenso de Washington y los coletazos del Plan Colombia son las causas de la crisis política e institucional que atraviesa Ecuador desde hace más de una década. Y que no se va a resolver hasta que los responsables sean apartados del poder. Eso es, precisamente, lo que intenta el presidente Correa. Desplazar a la vieja partidocracia -como ha venido sucediendo en Venezuela y en Bolivia- no es tarea sencilla, por más que 80 por ciento de la población respalde la convocatoria de la Asamblea Constituyente. Porque buena parte de las instituciones son reacias a los cambios y quienes las integran cuentan siempre con recursos para burlar la voluntad popular y hasta las decisiones del Poder Ejecutivo.
En Ecuador de hoy parece imposible eludir la confrontación. Los grupos conservadores se apoyan en la oligarquía de la costa asentada en Guayaquil, que apoya al siempre derrotado magnate bananero Gustavo Noboa. Los partidarios de corregir el rumbo neoliberal pueden contar con los movimientos sociales y, sobre todo, con los movimientos indios, que parecen decididos a no dejar pasar la oportunidad de introducir cambios de largo aliento. Son ellos quienes desde 1990, cuando sobrevino el primer gran levantamiento indio ecuatoriano, vienen impidiendo la estabilización del modelo neoliberal mediante infinidad de movilizaciones que -literalmente- le han cambiado la cara al país.
A diferencia de lo que sucedió bajo el gobierno de Gutiérrez, ahora la Conaie no tiene responsabilidades gubernamentales. Eso puede respresentar una ventaja, ya que tendrá las manos libres para seguir haciendo lo que viene haciendo desde hace 10 años: moverse a lo largo y ancho del país, marcar la agenda política con sus demandas, bloquear decisiones antipopulares, destituir presidentes. La Conaie puede recuperar el papel de contrapoder que jugó en los 90. Luis Macas, su presidente, fue claro: "Vamos a gobernar desde la Constituyente. Vamos a barrer con el viejo Estado y acabar con los privilegios de un puñado de ricos".